Nada como las historias esotéricas para hacerse con la atención del público. Algo de misterio inescrutable, algo de sobrenatural y un bombardeo de datos reales para justificar las extravagancias defendidas y el personal quedará prendado de su irracional relato. Sin necesidad de llegar a Expedientes X o a espectáculos feriales revestidos de dignidad al estilo Cuarto Milenio, cualquier historia por simple que sea puede girar a un mundo tenebroso cubriéndola con una sábana y amenizándola con ruidos de cadenas. Siempre hay alguien dispuesto a poner tono de voz solemne, a anunciarnos una versión oculta por las perversas autoridades, a revelarnos secretos que han escapado a la opinión pública pero que unos pocos privilegiados saben, o a sistematizar todo detalle fuera de lo común para presentar una visión exclusiva de la realidad.
Brandon Routh, el actor que protagoniza la última adaptación de Superman a la gran pantalla, tuvo que declararse en varias ocasiones libre de supersticiones y afirmar no temer en particular a la maldición que afecta al personaje kriptoniano. Para alguien con aspecto de actor de serie B y expresividad y pose de serial cuya alternativa laboral sería de maniquí o modelo de catálogo de la colección primavera-verano, tanto daba si los augurios que algunos han formado a propósito del personaje son reales o no. Pero si algún día su futuro queda condenado a la sola representación del hombre de mallas y capa, si cualquiera de las alternativas anunciadas se acaban materializando y sabemos poco más de su desabrida capacidad de actuación, habrá quien no dude en meter su nombre en los títulos de crédito de la maldición en cuestión.
Datos para el impresionable: Segiel y Shuster, creadores de Superman vendieron sus derechos por poco más de 100 dólares ajenos a las cifras que iba a mover después (poca visión comercial o falta de confianza en su creación, para iniciar el relato maldito). Fipzmaurice (voz de Superman en un serial radiofónico), Kirk Alyn (actor que le puso rostro en dos temporadas) o Bob Holiday (hizo lo propio en Broadway) vieron truncadas sus carreras artísticas inexplicablemente tras el mismo papel. Pierr Spengler, productor de Superman II acabó arruinado, el humorista Richard Pryor (Superman III) sufrió una esclerosis total y Margot Kidder (Loise Lane) estuvo varios años paralizada por un accidente de coche, antes de aparecer desorientada y enloquecida víctima de una enfermedad mental. Recientemente apareció en La Última Señal, con una presencia escalofriante que daba todo el miedo con su arrugado rostro que la película intentaba sin éxito.
Esto sin nombrar los dos casos más conocidos. Por un lado al actor que mejor ha prestado su físico al personaje, Christopher Reeve que tras caer de un caballo sufrió paraplejia por la que falleció hace escasos dos años tras una admirable lucha por vencer su enfermedad. Por otro George Reeves (nombre real: George Keefer Brewer), actor de escasa pero llamativa trayectoria –un papel de secundario en Lo que el viento se llevó- que vio crecer su fama de la noche a la mañana cuando se ocupó de la versión televisiva, inicialmente en blanco y negro, y que quedó condenado a este papel hasta el punto de terminar sucidándose. No obstante, con el tiempo se descubrieron dos agujeros de bala en el suelo de la habitación en que se quitó la vida provenientes de la misma arma con la que se disparó, por lo que algunos sospecharon que había algo más que un suicidio.
Con todos estos instrumentos, Paul Bernbaum –que debuta como guionista en el cine- y Allen Coulter –premiado por dirigir episodios de Los Soprano y que también se ha hecho cargo de otros de Sexo en la ciudad, Roma, A dos metros bajo tierra y una que le viene que ni pintado como es Expediente X- se proponen aunar la base real de la historia de Reeves con elementos de ficción para especular durante más de dos horas con quién le mató como si de JFK se tratase.
Para ello Adrien Brody tomará las riendas de un buscavidas metido a detective en un intento deslavazado de crear al curtido atormentado propio de toda película de cine negro, en tanto Ben Affleck nos presentará las aflicciones de un actor que a pesar de la lúcida visión del panorama actoral aportada, es incapaz de apreciar la ocasión que el destino le ha brindado y queda víctima de su encasillamiento y sus imposibles aspiraciones.
Con una presentación del investigador privado y del actor al que todavía le ha de llegar la oportunidad realizada conjuntamente y de forma algo confusa, la nitidez con que se presenta el otro lado de los sueños de grandeza como una ciénaga de eternos aspirantes de la cual ocasionalmente se escapa algún candidato es la mejor conquista de Hollywoodland. Sin las aspiraciones de empaque de La Dalia Negra su falta de enrevesamiento y complicaciones que minaban aquella hasta ahogar la atención en una eternización de la resolución, son unos puntos de ventaja en un camino dirigido hacia ninguna parte: sus decisiones argumentales son tibias y el guión no pretende, tras especulaciones incansables, mojarse lo más mínimo. Su función queda pues limitada a un retrato de personajes torturados con que seguir quitando lustre a una industria que siempre tuvo que disfrazarse para empezar el espectáculo, asomándose así a su trastienda para ver sus trapos sucios. A una parte del público le pesará el largo metraje en contraposición a la falta de firmeza al dar respuesta a lo que plantea. A su manera esta queda dada cuanto más se profundiza en el drama de alcoholismo y frustración de Reeves. Por más que se quiera culpar a hipótesis enrevesadas o a la capa que le dio la fama, el suicidio era un fin que le calzaba a la perfección.