Si desde la producción se planteasen regularmente lo que aporta un proyecto respecto al cine, lo que tiene de nuevo y la necesidad de seguir adelante, muy probablemente el número de estrenos al año se reduciría drásticamente.
Algunos creerán que eso le podría abrir algo de camino al cine español, evidente error si se examina la aportación patria de forma aislada, con idéntico modo de revolcarse en recurrencias pero con el hecho diferenciador de sus propias limitaciones.
Mientras por aquí se hace de la vida una solicitud de subvenciones y una lucha chauvinista por la defensa del origen sobre la calidad, en el otro lado los beneficios económicos y el funcionamiento industrial evitan resentirse por limitarse a creaciones novedosas y prueban con otro método de reconocida eficacia.
Gracias a la combinación de nombres, el número de películas que se estrenan al año, aún cuando sean para volver una y otra vez sobre lo mismo, permite que unos tengan excusa para sentarse en la butaca -aunque sea para echar una cabezadita- y otros puedan sustraerle unos cuantos euros al expectante incansable a costa de una reventa intencionada. Porque el cruce de personajes famosos buscando nuevas uniones, consigue que se den todas las posibilidades para volver a por lo mismo.
Hace no demasiado tiempo Harrison Ford se aliaba a Michelle Pfeiffer con un propósito similar. El telurismo de la mansión, el pasado que condiciona a sus inquilinos, volvía por enésima vez con el pretexto de unir a ambas figuras. Las variantes de la casa encantada, tópico clásico del cuento de miedo, sigue ahora hacia adelante con idéntica superficilidad pero menos estrépito, esta vez con los rostros de Dennis Quaid y Sharon Stone. Con el incentivo de que además ésta última llevaba mucho tiempo perdida del primer plano en el cine, y de que el nombre que alimentó a base de cruce de piernas sigue resonando con alegres recuerdos por la época de los 90 en que el sexo era la última transgresión posible del cine comercial.
Por su parte, Dennis Quaid tampoco es que esté en la mejor etapa de su carrera, pero no ha caído en excesiva desgracia y sus escasas aportaciones han mantenido siempre una cierta dignidad.
La dirección de ambos como matrimonio consolidado -con sus inevitables matices- corre a cargo de un realizador con aires de autor que se lanza a su más clara apuesta comercial, con algo de sello propio que huele en parte a honesta incompetencia. Mike Figgis, cuya más conocida película sigue siendo "Leaving Las Vegas", huye de aquello que no es capaz de provocar, hasta que no le queda otro remedio. Forma así una permanente introducción que ni llega a arrancar, ni parece pretenderlo, hasta que se le echa encima la hora del desenlace y huyendo de sustos que ni le interesan a él ni a nosotros, corta y pega del guión de cualquiera de las más básicas obras de género para con sencillez y simpleza, ponerle el punto y final.
Se agradece que entre tanto ánimo de sorpresa, de desenlace para echar cuentas y trampa al público, Figgis prefiera dejarnos descansar en un remanso de paz con pocos aspavientos. Si bien demuestra que no es Kubrick creando ambientes o eligiendo malos malísimos, la coherencia con sus limitaciones o su motivación consiguen una película que entre la mediocridad y lo hueco se aguanta milagrosamente. Quizá por no caer en excesivas incoherencias ni forzar la maquinaria, sobre todo por no abocarnos a una estresante lucha de chirridos y sangre adolescente. Aunque con ello cumpla de forma excesivamente apurada.