Año 2073. Sesenta años atrás, la Tierra fue invadida por los Carroñeros, alienígenas que pretendían hacerse con nuestros recursos energéticos. La humanidad venció a los Carroñeros; pero, el planeta quedó tan afectado por la guerra contra ellos, que nuestra especie hubo de emigrar en masa a la luna saturnina de Titán. En la Tierra solo quedan unos cuantos centinelas —entre ellos Jack Harper (Tom Cruise)— que, desde bases situadas a kilómetros de altura sobre la superficie, combaten a los Carroñeros aún ocultos entre las ruinas ponzoñosas de lo que fue nuestra civilización, y también supervisan la correcta extracción de agua oceánica que servirá después a los colonos de Titán.
O esa es, al menos, la versión oficial de los hechos, pues Jack es víctima de una obsesionante añoranza con el pasado de la Tierra y de unos extraños sueños que, al hacerse increíblemente realidad, le descubrirán que cuanto daba por verdadero no es más que un simulacro.
Las críticas de Oblivion han tendido a concluir que en la película —como ya sucedía en la ópera prima de Joseph Kosinski, TRON: Legacy (2010)— sus majestuosos efectos digitales, el ojo de su director para la arquitectura y el paisajismo, y una atmósfera que como la de la reciente The Host/La Huésped debe lo suyo a la ciencia ficción áspera de los setenta, pierden la batalla artística contra lo endeble de su guión; guión que, en cuanto olvida lo contemplativo para dar paso a lo narrativo, cae en lo derivativo y lo confuso hasta el punto de convertir una propuesta de enorme potencial en solo interesante.
Ahora bien, la pulsión de Kosinski por mostrar antes que por contar es muy significativa. No es de extrañar que entre sus referentes visuales se hallen cirujanos de la imagen como Stanley Kubrick y Michelangelo Antonioni, empeñados ambos en sus filmografías por analizar los condicionantes que acarrean para la conciencia individual, la sociohistórica, hasta para la metafísica, el contar en según qué marcos. Un libro en ediciones distintas dice cosas distintas, ha escrito Andrés Trapiello. De la misma manera, una misma historia, por arquetípica que sea, no dice lo mismo si su marco es diferente. Puede incluso que llegue a no decir nada, o que solo constituya un borrador de lo que otros podrán decir cuando los paisajes en cuestión nos sean familiares, cuando hayamos podido explorar sus cumbres y sus abismos de sentido.
No es casual que en Oblivion tenga papel escenográfico relevante el cuadro de Andrew Wyeth El mundo de Christina (1948), una abstracción realista que muestra, de espaldas al espectador, a una joven que se arrastra sobre la hierba para adentrarse con tanta aprensión como anhelo en un prototípico escenario rural de Maine. La figura de Christina, obviamente ligada al paisaje convencional representado por Wyeth pero, a la vez, extraña a él en virtud de sus ademanes, se asemeja mucho a la de Quorra (Olivia Wilde), software que en TRON: Legacy ejercía como puente entre nuestro viejo mundo y los nuevos entornos digitales; y, también, a la del Jack Harper de Oblivion, que se niega a aceptar el mundo post-apocalíptico que le ha tocado en suerte por su nostalgia del pasado, aunque no le quede a la postre otra alternativa que habitar con todas las consecuencias su presente quitándoselo de las manos a quienes lo han configurado a su conveniencia, en vez de refugiarse en lo que le habría gustado vivir, al cabo fruto de recuerdos falsos.
La presencia de El mundo de Christina se configura así en Oblivion como metáfora de varios asuntos: La irrupción de un director con inquietudes creativas muy determinadas, Joseph Kosinski, en un Hollywood dominado por las ideas sacrosantas de la acción y el relato; la posibilidad que tiene la tecnología actual para crear paisajes virtuales totalmente verosímiles en los que, como ocurre en Oblivion, el espectador disfruta de una inmersión frontal, absoluta, con lo que ello implica en términos de reevaluación de su propio papel en los sentidos de la imagen; y, sobre todo, la esterilidad de continuar apelando a viejas historias, a refritos de historias vistas cien veces, para amueblar escenarios inéditos, dignos ahora mismo de recorrerlos no con los ojos vendados, librados a ensoñaciones desteñidas por el uso, sino con los ojos muy abiertos, atentos a todo lo inesperado que nos puedan brindar.
En definitiva, no se trata de que Oblivion sea brillante a nivel audiovisual pero tosca a nivel argumental. Se trata de que su brillantez audiovisual no tiene más remedio que dejar en evidencia lo rancio de su dispositivo argumental. Que no es en absoluto lo mismo. Resulta desalentador que, con el poder digital que tiene ahora mismo entre sus manos, la Meca del Cine continúe ciñendo a los realizadores a órdenes narrativos supuestamente requeridos por el público, en vez de deleitarse como los videojuegos de entorno abierto en la cartografía de lo imposible.