Días de cine habla de la quijotesca odisea que debe emprender todo artista para conservar su idea intacta hasta el final.
Hablar del cine a través del cine no es ahora tan original como pudo ser tiempo atrás, y conseguir diferenciarse de los numerosos ejemplos fílmicos que forman esta especie de subgénero es una ardua tarea a tenor de los resultados logrados por los últimos títulos. Días de cine (2006), de David Serrano, tiene esa batalla perdida de antemano. Aunque al director y guionista esto parece importarle muy poco si apreciamos la felicidad con la que se ha lanzado a luchar por esta historia de una antigua diva folclórica que busca reactivar a lo grande su pasada gloria con un papel dramático, a la que acompañan un productor de cine arruinado y con muy pocos escrúpulos ansioso por un éxito largamente esperado y un director de cine, novato, superado por las vicisitudes que lleva consigo cualquier rodaje que se precie (mucho más en plena transición democrática con la censura todavía coleando).
Con semejante material, Serrano podría ofrecernos un drama quirúrgico sobre el mundo del espectáculo, pero las críticas son más fáciles de aguantar cuando circulan sobre las ruedas de la comedia. Así, no es de extrañar que el resultado acabe siendo una cinta simpática, con puntuales y conseguidos golpes de sano humor, pero teñida de una amargura que bien meditada puede resultar insoportable. Y es que Días de cine habla, sobre todo, de lo iluso que resulta querer hacer arte en el cine, de las trabas que se interponen entre la genialidad y la materialización de los sueños, de la quijotesca odisea que debe emprender todo artista para conservar su idea intacta hasta el final y del elevado coste al que estamos dispuestos a venderla para lograr el ansiado triunfo. Pero también habla de la integridad y dignidad personal de aquellos que no se ajustan a las normas y no pasan por el aro y del trauma que puede suponer perderla a favor de una idea, del éxito de esa idea.
El director no escatima la crudeza que encierran ambos temas y nos la estampa en la cara gracias a la sabia utilización de su pareja protagonista. Alberto San Juan da el tipo y refleja perfectamente en pantalla la impotencia y el acercamiento a la locura que deben sentir todos los creativos cuando sus ideas no se ajustan a los cánones establecidos. Y Nathalie Poza aparece radiante y espléndida en la piel de Silvia Conde, perdiéndose en sus entrañas y transmitiendo fuerza desde la pantalla en cada una de sus escenas, caracterizadas por el halo dramático que aporta la actriz.
El guión, escrito entre el realizador y San Juan, pierde valor al combinar la cruda radiografía del éxito y el arte con el retrato caricaturesco, no exento de cierta ironía, de la fauna cinematográfica. Es en esta parte donde se halla lo menos conseguido por las poco disimuladas ganas de hacer reír haciendo uso y abuso de no pocos tópicos, a pesar del buen funcionamiento de un par de secuencias escritas y montadas como si del mejor Berlanga se tratara y de la labor de algunos miembros del elenco de secundarios (sobre todo un sobrio y recuperado Miguel Rellán). Así nos encontramos con las mismas salidas de tono que ya apreciamos en su sobrevalorada ópera prima, Días de fútbol (2003), y acabamos la proyección de la película con la sensación de que si David Serrano diera menos cancha a las colaboraciones de algunos de sus amigos del grupo teatral Animalario y contuviera sus ansias por hacer temblar la sala oscura con las risas del respetable, probablemente estaríamos ante nuestra gran esperanza en lo que a la nueva comedia española se refiere, digno sucesor de Trueba, Colomo y Martínez Lázaro.