Hay esparcidos suficientes detalles de calidad para que al menos degustemos con ligereza un film que debería haber sido más contundente.
Las prácticas habituales de muchas grandes multinacionales, repletas de tácticas abusivas hacia quienes se ven situados en su punto de mira, siempre han supuesto un suculento filón para el cine, que suele entregarse con fervor a la denuncia de unos hechos que merecen ser aireados. Steven Soderbergh supo ser eficaz con Erin Brokovich (2000), Andrew Niccol dio en el clavo con El señor de la guerra (2005) y Jason Reiman nos entregó la demoledora Gracias por fumar (2005), por poner tres ejemplos de este tipo de cintas.
Tierra prometida nos sitúa en un pequeño rincón de la Norteamérica rural, donde una gran empresa pretende comprar los derechos de perforación a los propietarios de las tierras de aquel lugar. Dos emisarios de la compañía se desplazan hasta allí para tratar de convencer a los ganaderos de que las maniobras de fracking con que se quiere extraer gas de las entrañas de sus terrenos no conllevan peligro para la salud ni para el medio ambiente, y de que además les pueden reportar pingües beneficios que alivien la delicada situación económica que atraviesan.
Parapetado detrás de la cámara, Gus Van Sant reincide en su vertiente más comercial –tras títulos más atípicos como Gerry, Elephant, Last days, Paranoid Park y Restless–, recuperando la onda de trabajos más asequibles como El indomable Will Hunting, Descubriendo a Forrester o Mi nombre es Harvey Milk. La causa de este cambio podría ser que su buen amigo Matt Damon –que firma el guión junto a John Krasinski, y quien ha protagonizado para él filmes de uno (Gerry) y de otro tipo (El indomable Will Hunting)– haya solicitado su ayuda para plasmar en imágenes el argumento.
Van Sant y los dos actores/guionistas prefieren en todo momento optar por un acercamiento amable al tema a tratar. Nos sumergimos en una parte de Estados Unidos que conocemos de otras películas, donde se alternan la placidez bucólica y la crueldad de la naturaleza a partes iguales. Sin embargo, a algunos toques genuinos y bien plasmados –el transcurrir del tiempo, las labores en las granjas– se les contraponen una serie de estereotipos en los personajes y en las conversaciones que restan enteros al conjunto. La mordiente que tenían los títulos mencionados en el primer párrafo se ve diluida aquí en un ritmo pausado y contemplativo, pero también en unas relaciones sentimentales que no nos terminamos de creer del todo, por acartonadas y previsibles.
En cuanto al tema a presentar, la fracturación hidráulica de las tierras, se va dando tumbos de un extremo a otro, manipulando al espectador y privándole del jugoso debate que hubiera cabido esperar en los tiempos que corren, donde el capitalismo feroz dejar poco margen a la conciencia medioambiental. Algún giro del guión incide en esa idea de manipulación, derivando finalmente todo el conjunto en una conclusión risible, por utópica.
Hay que achacar a Van Sant falta de ambición y de garra a la hora de firmar Tierra prometida. El amable drama naturista no deja lugar a reflexiones y denuncias más comprometidas, del estilo de las que hemos visto en otras cintas a priori similares con más sustancia. Como consecuencia, el espectador acaba echando en falta un resultado final menos descafeinado. Pese a todo, hay esparcidos los suficientes detalles de calidad como para que al menos degustemos con ligereza un film que debería haber sido más contundente.