La sensación que sobrevuela todo el metraje es la de que esta historia la hemos visto cientos de veces.
Los que tenemos cierta idea de cómo funciona el panorama cinematográfico sabemos que una película como Ritmo salvaje nace condenada a desaparecer de la cartelera en apenas una semana. Basta con echarle un vistazo al trailer promocional y a la poca confianza que ha depositado en ella su distribuidora (apenas unas pocas copias repartidas por todo el territorio nacional) para intuir la corta vida en las salas de cine del debut en largo de Bryan Barber, hasta la fecha realizador de videoclips.
Y es que la presencia exclusiva de actores afroamericanos no demasiado conocidos probablemente jugará en contra de su aceptación, como nos demuestran experiencias anteriores de cintas como Noches de Harlem o buena parte de la filmografía de Spike Lee (ya veremos si es capaz de combatir esta tendencia Dreamgirls, reciente ganadora de tres Globos de Oro). Vale que en Estados Unidos estas historias puedan tener su público, pero parece que España aún no se muestra demasiado receptiva hacia ellas.
Ritmo salvaje nos sitúa en los años 30, y en ella somos testigos del desarrollo de la amistad entre dos amigos interpretados por los músicos del dúo Outkast (precisamente una de las diversas bandas que han visto sus canciones convertidas en imágenes por el antes mentado Barber), todo ello en el contexto de un club clandestino de la localidad de Idlewild donde cada noche se escucha música y se baila desenfrenadamente. El film se cimenta alrededor de ambos caracteres contrapuestos (el pianista tímido y el presentador descarado), dejando espacio para la figura femenina que lo pondrá todo patas arriba y para los innumerables números musicales y de baile que abusan de la estética MTV para apabullar al espectador y que, lamentablemente, harán que este sea uno de esos productos que amas u odias (como Moulin Rouge y similares), sin valoraciones intermedias.
La sensación que sobrevuela todo el metraje es la de que esta historia la hemos visto cientos de veces, sin aportar su desarrollo nada nuevo ni la más mínima sorpresa que motive a quien haya pagado su entrada. El desarrollo es predecible, abundan los estereotipos y los tópicos, y para rematarlo todo vamos siendo asaltados por videoclips integrados en el celuloide que sólo contentarán a los muy amantes de la música negra, o al menos a los seguidores de ese peculiar estilo musical que llevan unos años desarrollando Outkast. Bien es cierto que en el reparto hay muchos cantantes y bailarines de cierto renombre entre los aficionados (destacar la peculiar voz de Macy Gray) que consiguen acariciar la perfección técnica de los números que protagonizan, pero la impresión de vacío que te queda al finalizar deja claro que aquí falta contenido para dotar de espíritu a una historia que peca de esteticista y aburrida, y que además traiciona el espíritu de los musicales de los años 30 al actualizarlos sin rubor y traérselos hasta esta primera década de siglo XXI sin excusarse ni, al parecer, sentir la mínima culpa por ello. Una pena.