Una película meramente apta para quienes se contenten con un vacío pasatiempo.
Publicada originalmente en 1925, El gran Gatsby de F. Scott Fitzgerald nos situaba en los Estados Unidos de aquella época para, apoyado en el telón de fondo de un triángulo amoroso, retratar con fidelidad el mundo de las ampulosas fiestas que montaban los integrantes de las clases pudientes. La sociedad del momento pronto vería truncado su desarrollo cotidiano debido a una depresión que acabaría con las ilusiones y el frenético tren de vida de muchos de sus integrantes, reflejando la podredumbre que en el fondo ya minaba los cimientos de todo un país.
El encargado de la nueva adaptación de este clásico americano es Baz Luhrmann, realizador que siempre ha destacado por su fuerte impronta visual en los encargos que ha desarrollado. Tras las apabullantes –y cargantes– Romeo + Julieta, Moulin Rouge y Australia, su ansia por los excesos recae ahora en esta historia sobre el apogeo y declive de un estilo de vida. Y, como no podía ser menos, la cinta resulta atractiva en lo visual, con un importante despliegue perfecto para fascinar a quienes busquen que sus retinas se alteren y queden embobadas.
Sin embargo, la efectividad de las imágenes y el trabajado diseño de producción –que nos mantienen espabilados durante un tercio del metraje, para qué negarlo, esperando una recompensa que nunca llegará– no sirven por sí mismas para hacernos sentir la más mínima empatía por unos personajes con alguna dura pugna interna, como es el caso del mismo Gatsby, que tras escarbar en su pasado se esfuerza por recuperar el tiempo perdido. Casi todo se nos antoja de cartón piedra, y cuando las cartas se descubren (la identidad de Gatsby, el triángulo amoroso sobre el cual va a sustentarse lo que resta de trama) el film se desinfla a marchas forzadas. Cargar tanto las tintas sobre la previsible y esquemática parte romántica de la historia es un defecto que termina por provocar sopor, gracias en buena parte a una voz en off excesivamente literaria con mucho protagonismo, que en demasiados pasajes termina por ser innecesaria y cargante.
Por si no fuera suficiente con anular casi completamente toda la importante segunda lectura que posee la novela, Luhrmann se empeña en llevar todo a su terreno, dando pie a chocantes y anacrónicas canciones de rap en ciertas escenas de puro tinte videoclipero, y también dejando que campe a sus anchas el exceso pirotécnico. Así pues, el continente preciosista vuelve a inutilizar un contenido que podría haber gozado de mejor suerte.
En cuanto a los actores, se les ve bastante perdidos en este autocomplaciente festival al servicio del ego de un director que no pretende emocionar, sino únicamente apabullar con su estética publicitaria, sus extravagancias y su barroquismo, bordeando la autoparodia en muchos momentos. Poco conocemos de sus personajes, y alguno como el de Tobey Maguire incluso nos conduce hasta la exasperación.
En definitiva, una película meramente apta para quienes se contenten con un vacío pasatiempo elaborado a base de bonitas imágenes. Los espectadores que esperen algo sencillo, natural, coherente y emocionante pueden probar suerte con cualquiera de los demás estrenos que pueblan la cartelera actual.