Recreación de la vida del pintor Gustav Klimt cuyo mayor e innegable mérito reside en eludir todos los convencionalismos típicos de los bio-pics al estilo Hollywood
El pintor austriaco Gustav Klimt (1862-1918) está de moda. El año pasado su “Retrato de Adele Bloch-Bauer” se convirtió en el lienzo más caro de la historia, al venderse en subasta por 135 millones de dólares. España, mientras, acogía dos exposiciones dedicadas al artista, “Mujeres” y “El friso de Beethoven y la lucha por la libertad del arte”.
Ambas han contribuido a redescubrirnos a Klimt. Su obra está innegablemente lastrada por un carácter decorativo y preciosista que se asocia al Art Nouveau, movimiento de enorme reconocimiento social en Europa desde finales de la década de 1880 hasta los albores de la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, el Art Nouveau, que en Austria se manifestó y superó por la denominada “secesión de Viena” (Sezessionstil, 1897), integrada entre otros por Klimt, el arquitecto Otto Wagner y el diseñador Josef Hoffmann, presentaba aspectos subversivos para la época que abrieron camino a corrientes posteriores, y que han sido menospreciados a menudo: La fusión de las bellas artes con las aplicadas, las influencias orientalistas, la atención a temas eróticos, psicoanalíticos y hasta científicos, las cualidades bidimensionales y geométricas de las producciones, así como el énfasis en la defensa de una creación libre de los dictados estatales o burgueses. “A cada época su arte, al arte su libertad” pasó a ser el lema de la secesión vienesa.
La aproximación del cineasta chileno Raoul Ruiz a Klimt y su universo, aquella Viena por la que se pasearon Freud, Musil, Loos y Schönberg, aquel París de Toulouse-Lautrec y Bonnard, ofrece también un contraste entre lo accesorio y lo esencial, lo mundano y la expresión individual. Un contraste que, según va desarrollándose la acción, se desvela trágico, pues lo que interesa a Ruiz es la lucha del creador por congraciar su obra con los motivos básicos de la existencia. Una labor que entorpecen los espejismos, las componendas, los instintos básicos, los artificios y convulsiones sociales; hasta el punto de que únicamente en presencia de la muerte, la “apoteosis de la soledad” en palabras de Beckett, será posible hallar expedito el camino de la libertad artística.
Y en el umbral de la muerte está Klimt (desamparado, excelente John Malkovich) cuando empieza la película, en un sanatorio al que acude a visitarle uno de sus jóvenes admiradores, Egon Schiele (Nikolai Kinski). Todo lo que sigue puede interpretarse como una rememoración alucinada de su vida por parte del agonizante en la que se mezclan los recuerdos y las ensoñaciones, con una narración que recuerda la técnica del flujo de conciencia que caracterizara los escritos de Marcel Proust o de Arthur Schnitzler. Aunque en Klimt la conciencia que da forma a las imágenes no sea la del pintor, sino la de Ruiz reflexionando sobre él.
Una estrategia que no sorprenderá a quien haya visto otras películas de Ruiz, como Tres vidas y una sola muerte (1995), Genealogías de un crimen (1997), En brazos de mi asesino (1998) o La comedia de la inocencia (2000) –por citar las más conocidas en nuestro país, y las únicas por otro lado que hemos podido ver-. En todas ellas las identidades de los protagonistas, los hechos que les conciernen, su entorno, no vienen definidos por una estructura lineal, objetiva y unívoca, sino a través de complejos meandros psicológicos y argumentales que sumen las ficciones en un territorio ambiguo, en el que el espectador debe orientarse apelando no a las herramientas de la narrativa tradicional, sino al trasfondo de sus propias inquietudes, que Ruiz aprovecha a su favor. Asimismo, se encuentran presentes en Klimt rasgos de estilo habituales en su autor, como las miradas atraídas por espejos, sombras chinescas, cristaleras, agua, que multiplican la fugaz posibilidad de atisbar esa verdad enterrada bajo lo cotidiano; o los planos deformados, que hermanan a Ruiz con Alexander Sokurov (conviene recordar que Ruiz fue pintor antes que cineasta, y que Sokurov entiende el cine como una prolongación natural de la pintura).
En definitiva, Klimt es un bio-pic muy poco convencional: puntilloso en lo que se refiere a ciertas situaciones y personalidades (cuanto más se conozca del momento histórico más se disfrutará), espléndido en los apartados de banda sonora y fotografía en interiores, y a la vez dolorosamente caprichoso, árido, torvamente humorístico… si afirmásemos que ardemos en deseos de volver a ver la película, mentiríamos. Pero si nos la cargásemos, como nos tememos van a hacer muchos camaradas críticos, estaríamos negando méritos a un film que tiene uno incuestionable y no pequeño, a saber, violar la aburridísima pulcritud con que nos está asfixiando un día sí y otro también el género hoy tan en boga de lo biográfico.