Demagogia maliciosa oculta bajo un barniz de cuento de hadas.
No es muy habitual encontrarnos en la cartelera con un estreno que nazca con clara vocación de publirreportaje de una empresa concreta. Si bien ya estamos acostumbrados al product placement –esa técnica sibilina usada para colarnos desde la gran pantalla un montón de productos que según sus manufacturadores necesitamos imperiosamente poseer–, lo cierto es que hallarnos ante una película que esté al servicio de una marca tan omnipresente hoy en día como es Google puede llegar a desconcertar.
Los protagonistas del filme son dos cuarentones que se quedan sin trabajo. Para seguir pagando las facturas deciden pasar a formar parte del programa veraniego de becarios de la mentada compañía. En su sede central se hallarán rodeados de geeks que casi podrían ser sus hijos, detalle que da pie a un buen número de situaciones que podrían haberse aprovechado para crear una comedia de mayor calado. Por desgracia, no es así.
Vince Vaughn y Owen Wilson vuelven a coincidir –no lo hacían desde De boda en boda (2005)– en la gran pantalla. Si bien la química entre ambos es notoria y constituye el principal cimiento de Los becarios, lo cierto es que su vacua cháchara amenaza con resultar cargante para el espectador medio, y hay demasiados momentos en que únicamente son un par de simpáticos plastas vendiendo humo. Como muestra un botón: cuando hacia el minuto 20 de metraje se someten a una entrevista de trabajo ya podemos intuir que, si a esas alturas no hemos logrado conectar con su modus operandi, la cinta va a convertirse en un auténtico calvario.
El guión, escrito en solitario por un Vaughn que ya había hecho sus pinitos tomando parte en los libretos de Todo incluido o Separados, no funciona más que como tímida comedia repleta de lugares comunes. En su desarrollo no hay lugar para la sorpresa –la subtrama romántica del personaje de Owen Wilson no interesa nada, por previsible en todas sus etapas–, el ingenio –el supuesto chiste sobre Instagram se alarga, y se alarga... para no llegar a ninguna parte– o la elipsis. Se renuncia a un ritmo aceptable, y en lugar de eso se limita a dejar que sus dos protagonistas se entreguen a sus frenesís verborreicos, sin preocuparse por rematar las escenas con algo mínimamente gracioso.
A los absurdos que encontramos en muchas de sus situaciones, la resolución –patética y empalagosa– y una duración final que casi alcanza las dos horas, ya solo faltaba añadir esa obvia sensación de estar ante un producto que nos quiere contar las bondades de una multinacional que, como se demuestra cuando uno presta algo de atención a las noticias, en muchas ocasiones muestra más sombras que luces, y no es el mundo feliz que aquí nos quieren vender. Demagogia maliciosa oculta bajo un barniz de cuento de hadas.