Producción independiente mucho más inspirada en lo relativo a la elección de los envidiables penes que riegan –literalmente- todo el metraje que en cuanto a los aspectos puramente cinematográficos
No sabe uno quién resulta más patético a principios del siglo XXI, si el meapilas que sigue simulando desvanecerse ante el atisbo de un pezón en un Rubens, o el modernito de gafas de pasta, mochila cruzada y rapado al uno que se empeña en considerar, por aquello de prestar a sus complejos un alivio arty, que no hay nada más alternativo y radical que un falo de dos palmos fotografiado por Helmut Newton. Ambos, interesadamente, mantienen apagado mientras ese otro órgano cuyo funcionamiento dejaría en evidencia el sustrato de sus intereses tribales y el descuido de otros temas más complejos: el cerebro.
La materia gris también brilla por su ausencia en la nueva película de John Cameron Mitchell. Una gran decepción, pues aún recordamos con mucho cariño Hedwig and the Angry Inch (2001), su delirante ópera prima.
En primer lugar, todo en Shortbus está supeditado al sexo, que además se presume “no simulado” y “desprejuiciado”. Lo del sexo verité, que ya han practicado films como Los Idiotas (1998), Fóllame (2000), Intimidad (2001) o Nine Songs (2004), carece por completo de interés para cualquiera con una mínima idea de la relación que mantienen arte y realidad; relación que conocen de sobra hasta los directores de cine porno, que por algo tiran de silicona, posturas, prótesis, flujos artificiales, subgéneros y demás. La filmación de un orgasmo real tiene el mismo valor cinematográfico que la de un señor hurgándose la nariz o una señora haciéndose la pedicura con un cutter. Es decir, ninguno, o máximo, de acuerdo con la creatividad y la imaginación de quien se sitúe detrás de la cámara, y no delante.
En cuanto a lo segundo, lo del optimismo pansexual, ni siquiera es cierto, pues tras una primera parte en la que sí se reflejan de manera jovial las inquietudes de varios neoyorquinos que se sienten infelices en sus relaciones íntimas, la película desemboca en una segunda mitad lacrimógena que pretende dar cuenta de la soledad humana y la angustia post 11-S entre apagones de luz y fiestas crepusculares.
En todo caso, ni en las risas ni en los lloros supera Shortbus su condición de típica producción independiente realizada con desaliño –salvo en lo relativo a esos exteriores de Nueva York animados por John Bair- y que combina a capricho diversos formatos de imagen; carente casi de guión, por aquello de que la improvisación ha marcado el rodaje, seguramente más divertido que el visionado del film; y plagado de personajes aburridos y egocéntricos que interpretan pseudoactores sólo convincentes -¡y quién no!- cuando el director les sirve en bandeja escenas de felación a tres bandas, números de sadomasoquismo o sexo en grupo.
A quien argumente que el meollo de Shortbus reside precisamente en el protagonismo del sexo, un arma desafiante contra fascistas y retrógrados, bastaría con recordarle que hace apenas un mes se estrenaba, sin que nadie se rasgase las vestiduras, Jackass Dos. Todavía Más, un documental episódico y humorístico cuyo destinatario natural son los adolescentes de multisala y que mostraba, entre otras lindezas, a un tipo masturbando dulcemente a un caballo y bebiéndose a continuación su semen.
¿De verdad sigue siendo tan revolucionario el sexo? ¿No se habrá convertido ya en otro objeto de consumo y chanza, como demuestran los medios de comunicación a cada segundo? A lo mejor ha llegado la hora de abandonar, unos y otros, esa obsesión por el mete-saca, y recordar tantas cosas que nos diferencian de los babuinos y que desdeñamos a diario. Quizás resolviéramos así los problemas que prefiere ignorar la filosofía dominante del “¡Follemos, follemos, que mañana moriremos!” Menos Shortbus y más verdades incómodas.