Joe Carnahan inició su andadura en el cine escribiendo, dirigiendo y protagonizando su primera película (Sangre, Balas y Gasolina, 1998). Por su carácter polifacético hay que reconocerle de entrada algunas virtudes, confirmadas posteriormente en otras películas como Narc, que fue nominada en Sundance 2002 al mejor director y que sabía sacar del sopor y agotamiento habitual al subgénero policíaco de lucha contra los estupefacientes.

Dentro de su hiperactividad, tras Narc escribió 30 delirantes páginas repletas de personajes grotescos para embaucar a productores con lo que podía llegar a ser su nuevo proyecto. “Compradlo y escribiré el resto”, les espetó ante su sorpresa, sabedor de las ínfulas que podía permitirse por su corta pero intensa carrera. Una vez el texto estuvo terminado, los productores quedaron con una sensación contradictoria: al parecer la historia les gustaba, pero en sus propias palabras “no es una película, si no una novela”.

Con esta premisa puede intuirse algo de lo que Carnahan ha hecho en Ases Calientes. Un repertorio de seres dispares al que unir de forma densa, prisas por encajar su destino en un argumento al límite de la hipertrofia, y la necesidad que impone el ego desbordado de hacerlo con un ánimo diferenciador. Ahí es nada.

Quizá habría que añadir que la mezcla está compuesta por una sobredosis de violencia que se mueve entre el mal gusto y la comedia negra, que el esperpento de sus variados personajes con rasgos de cómic lisérgico se alimenta de un plantel innecesariamente sobrecargado de estrellas sin una función clara (innecesario también referirse a Ben Affleck, o a Alicia Keys metida a asesina a sueldo) o que acabada la proyección es difícil saber si lo que se pretendía era que añoráramos alguna entrega de Grand Theft Auto (un conocido videojuego tan asombroso técnicamente como criminal en su trama) o simplemente que nos levantáramos y aplaudíesemos las gracias de su realizador por buscar el más alambicado desenlace en honor a sus supuestas dotes.

Por si todo esto resultara impreciso, remitámonos a su sinopsis que nos habla de un ilusionista de Las Vegas que haciendo sus pinitos en la mafia acaba siendo objeto de deseo de varios asesinos a sueldo. La protección de la policía a cambio de su declaración sitúa su asesinato como un reto múltiple, la fauna que acecha desde cada esquina de la habitación de hotel en que se refugia nos deja con la sensación de que un voluntarioso seguidor de Tarantino con menos clase y dosis esquizoides similares se sentiría en la gloria. ¿Es su sobrecarga de violencia novedosa o digna de alguna mención? ¿son los momentos pseudo-gore o algunos secundarios repulsivos exhibidos con pretensiones en la realización merecedoras de atención? La variedad de los gustos puede permitir responder de distintas formas una vez expuesta su indigesta receta. Con méritos al encajar a toda esta tropa histriónica de lengua envenenada en una trama y hacerlo con recursos técnicos de potencial (como el director de fotografía de La Isla y Training Day dejándose notar ante la falta de contención del director en varios tramos) no se evita un regusto a ese cine equiparable a la comida rápida que en su modalidad de remedo queda con menos identidad y en donde las ambiciones de diferenciación no hacen si no acentuar rasgos molestos.
Un plato que, en definitiva, termina por quedar reservado para la tropa de adictos a alguno de sus ingredientes que intuyeron las virtudes de Tarantino y confusos las extendieron a todos aquellos que buscaban afanosamente sus huellas.