Para tratarse de un género tan trillado, hay que reconocer que cumple con su cometido de hipnotizarnos y tenernos pendientes de la pantalla.
Acostumbramos a quejarnos, desde esta tribuna y con una cierta regularidad, de que las películas de terror actuales no están a la altura de los títulos míticos de antaño. Diseñadas en su mayoría para atraer a un público adolescente y/o palomitero a las salas de proyección, las cintas que se circunscriben a dicho género echan mano de recursos fáciles –subidones de música, sustos de brocha gorda en vez de algo más sutil– que a la larga no hacen sino darnos la impresión de que estamos visionando siempre la misma historia, ejecutada de modo mímico una y otra vez.
James Wan, que saltara a la fama por crear la célebre saga de Saw, se empeña en seguir moviéndose en las mismas coordenadas que en la decepcionante Silencio desde el mal o la más apañada Insidious (cuya segunda entrega llegará en breve a los cines), demostrando que es consciente de que tiene un público dispuesto a seguir pagando una entrada para disfrutar siendo asustado.
Expediente Warren: The Conjuring se basa en hechos reales para narrarnos cómo un matrimonio de investigadores de lo paranormal trata de solventar los graves problemas de una numerosa familia que se ha instalado en una casa en el campo sin saber que dicha vivienda estaba repleta de fantasmas que murieron de forma violenta muchos años atrás, y que llevan un tiempo acosándolos.
Como ya sucediera en Insidious –y señaláramos en la reseña pertinente– Wan apuesta por crear cine de terror a la antigua usanza: no mueve la cámara frenéticamente, busca la solidez narrativa, y se apoya más en la opresiva atmósfera que en trucos baratos para lograr que el espectador bote en su butaca. El clasicismo visual sorprende, sobre todo después de haber presenciado en otros filmes todo tipo de aberraciones supuestamente modernas con la excusa de asustar. Situar la acción en la década de los 70 –muy convincentemente recreada– sirve para que nos podamos retrotraer a algunos de esos títulos míticos de los que hablábamos en el primer párrafo.
Sin descubrir nada nuevo –acuden a nuestra mente muchos títulos clásicos relacionados con las casas encantadas y las posesiones, qué duda cabe–, lo cierto es que el guión va avanzando con efectividad, planteándonos tanto la historia del matrimonio investigador como la de la familia atormentada por los espíritus, combinando ambas de un modo lo suficiente interesante como para que terminemos por sentir algo por los personajes y la tensión vaya en aumento. Después, cuando llega la hora de los sustos, es inevitable ceder al miedo y entregarse a esta interesante propuesta.
Además del buen ritmo y del buen manejo del tempo para asustar, hay que aplaudir la capacidad de Wan para lograr tenernos pendientes de un hilo gracias a recursos tan aparentemente simples como los crujidos de las puertas o tan inocentes como las palmadas de un juego infantil, que son los que más logran alterarnos en ciertos momentos. Otros como los armarios o los juguetes viejos están dosificados con sabiduría, y hay una caja de música en particular que no tiene mucho que envidiar a aquella famosa peonza de Origen (Christopher Nolan). Y no faltan, por supuesto, elementos típicos en su filmografía como los muñecos de apariencia diabólica, que aquí dan bastante miedo.
Si añadimos que los actores rinden a buen nivel –destaquemos a Vera Farmiga, ducha en lides terroríficas, o a Patrick Wilson, viejo conocido del realizador– y a su firmeza a nivel técnico, lo cierto es que resulta más fácil hacer la vista gorda respecto a los fallos que podamos encontrarle (sobre todo en su recta final) y al supuesto pastiche que supone la mezcolanza de elementos que aquí se barajan. Para tratarse de un género tan trillado, hay que reconocer que cumple con su cometido de hipnotizarnos y tenernos pendientes de la pantalla durante buena parte de su metraje.