Thriller retro tan fascinante en cuanto a su resolución formal como inoperante en sus aspectos narrativos y dramáticos
Cuando a propósito de El Buen Alemán su director, Steven Soderbergh, declara que “el cine es un medio emocional, y pensar demasiado no produce buenas películas”, uno se acuerda del pobre Marco Aurelio, cuyas Meditaciones se disfrutan hoy como si fuesen dirigidas a un lector genérico cuando el emperador romano pretendió en primera instancia reconvenirse con ellas a sí mismo.
Porque echando un vistazo a su obra, si hay un realizador cerebral en el panorama cinematográfico actual es Soderbergh. Desde su premiado debut, Sexo, Mentiras y Cintas de Vídeo, a sus mayores éxitos comerciales (Erin Brockovich, Traffic, Ocean’s Eleven), pasando por sus ejercicios noir (Bajos Fondos, Un Romance Muy Peligroso, El Halcón Inglés), sus experimentaciones (Schizopolis, Full Frontal, Bubble) y las extravagancias inclasificables (Kafka, Solaris), es difícil encontrar en ellas un discurso personal, una manera de estar en el mundo –algún crítico ha llegado a tachar a Soderbergh de "cineasta anónimo"-; a no ser, como el impotente protagonista de Sexo..., a través del registro de imágenes.
Soderbergh parece interesado única y exclusivamente por la imagen cinematográfica, su evolución y su combinatoria estilística; un interés apenas ligado a los condicionantes dramáticos propios del cine comercial que aparenta rodar desde que descubrió, cuando la primera etapa de su carrera -la más radical- estuvo a punto de conducirle al ostracismo: “las películas de género son un escondite magnífico, se puede jugar a dos niveles, el público asiste a ver cierta clase de película y se complace con la satisfacción que le producen los géneros específicos; entretanto, puedes permitirte incluir algunas de tus preocupaciones personales sin que la película se vuelva pretenciosa o aburrida”. Tal confesión convierte en sintomático el hecho que su filmografía albergue, de un total de dieciséis largometrajes, tres remakes, dos secuelas, y al menos dos films en los que el pasado de la imagen debate explícitamente con la contemporaneidad (Kafka, El Halcón Inglés).
El Buen Alemán es la muestra más compleja hasta la fecha de las obsesiones y disimulos de Soderbergh. Una película que trasciende el homenaje, es decir, la admiración desde una posición sumisa a referentes como Casablanca (Michael Curtiz, 1942), Berlín Occidente (Billy Wilder, 1948), El Tercer Hombre (Carol Reed, 1949) y hasta Alemania, Año Cero (Roberto Rossellini, 1948), y se eleva a la categoría de pastiche, al apropiarse de las estéticas y los medios que dieron forma a los clásicos citados –especialmente los hollywoodenses- aspirando a cuestionarlos y a brillar a la vez por sus valores intrínsecos.
Una maniobra similar a la emprendida por Todd Haynes en el melodrama Lejos del Cielo. Como Haynes, Soderbergh empieza por apoyarse en una historia de género arquetípica, escrita por Paul Attanasio a partir de un best-seller de Joseph Kanon, que cuenta cómo un corresponsal de guerra norteamericano (George Clooney) llegado en julio de 1945 al Berlín de la posguerra para cubrir la conferencia de Postdam, se ve involucrado en una sórdida trama de espionaje entre las potencias que se repartieron la ciudad y en la que una antigua amante (Cate Blanchett) desempeña un papel fundamental.
Como Haynes respecto a los films de Douglas Sirk, Soderbergh se empapa de esa atmósfera de blancos y negros contrastados, profundidad de campo y contrapicados que cualquier cinéfilo reconocerá con cariño, pero de una manera que en su caso sobrepasa la apariencia artística y se traslada a la producción de la película: insertos documentales, uso de lentes y exposiciones fotográficas de hace sesenta años, interpretaciones artificiosas, grabación y reproducción del sonido en mono... esfuerzo que hace de El Buen Alemán una película de visión obligada para los espectadores atraídos por el desarrollo histórico de aspectos técnicos y soluciones formales. Una película que apostamos propiciará sustanciosos debates en cursos de cine y crítica.
Ahora bien, mientras que Lejos del Cielo triunfaba además en lo relativo a la tensión forzada por sus responsables entre las inquietudes del presente y los corsés del pasado, y a la hora de incitar emociones verdaderas partiendo del máximo artificio, El Buen Pastor encalla en el formalismo estéril y la abulia dramática. Durante casi todo el metraje, el espectador está más atento al esteticismo de la imagen que a su capacidad para propulsar una intriga errática. Intriga que protagonizan para colmo unos personajes retratados con un cinismo presuntamente subversivo en comparación con unos antecedentes más ingenuos y románticos, y que a la postre tan sólo da cuenta de una irritante suficiencia por parte de Soderbergh y compañía.
Una vez más, se confirma que el éxito del cine referencial no se cifra en su habilidad para mimetizar crítica o admirativamente sus modelos, sino en su talento para dotar a los pastiches resultantes de un hálito de vida propia. Lo único que consigue cada fracaso es alargar las sombras, densas y asfixiantes, que el clasicismo sigue arrojando sobre la cartelera actual.