No hay duda a estas alturas que Thomas Harris creó con Hannibal Lecter no ya un personaje, sino un arquetipo, un modelo que ha arraigado con fuerza en el subconsciente popular sobre todo gracias a su versión cinematográfica.
Aprovechando lo atractivo de su creación, el novelista ha explotado a fondo el filón de tal forma que cuatro de las cinco novelas que componen su corta obra están dedicadas al fascinante asesino. El cine no podía ser menos y no contento con adaptar todas las aventuras de Lecter, hasta rodar en dos ocasiones una misma historia (“Hunter” y “El Dragón Rojo” adaptan el mismo libro), ahora las crea directamente pues el guión de la nueva entrega, obra del propio Harris, fue escrito en paralelo a la novela, hasta el punto de que el film estaba terminado antes que su equivalente literario.
Frente a semejante ejemplo de maquinaria comercial, el espectador que se acerque con comprensible recelo a la nueva entrega de las infames andanzas del caníbal mas famoso del cine se encontrará sin duda con una estimulante sorpresa. Y es que lejos de ser la nueva repetición de un mismo esquema -como ya eran, pese a sus virtudes, “Hannibal” y la citada “El Dragón Rojo”- la nueva versión cinematográfica varía la historia para explorar los orígenes de ese personaje tan atractivo como repulsivo que ha conseguido fascinar al imaginario colectivo.
El británico Peter Webber (“La Joven de la Perla”) es el encargado de relatar el viaje físico y moral que lleva al Lecter niño y adolescente a convertirse en el monstruo que todos conocemos, una labor que realiza con una singular mezcla de elegancia y brutalidad, de refinamiento y barbarie equivalentes a las que definen a la evolución que conocíamos. Victima de la brutalidad de la IIª GM, queda marcado por la muerte de su pequeña hermana Mischa, devorada por un grupo de soldados. La historia posterior narra su venganza frente a aquel grupo de miserables, pero sobre todo describe como la misma va hundiéndole progresivamente en los abismos de lo inhumano y como sus aparentes motivaciones, pese a comprensibles, terminan por no diferenciarle de aquellos que sirven de blanco a su odio.
Resulta posible simpatizar con el hombre en su transición al monstruo pero hacia el final de la historia, y pese a la fascinación que pueda producir, no resulta posible verle con los mismos ojos que al inicio.
Aunque sin duda la gran pregunta que todo el mundo se hará respecto a este proyecto es si podrá sobreponerse a la ausencia de un Anthony Hopkins –parece que nadie recuerda al Brian Cox de “Hunter”- desplazado por motivos evidentes. El joven Lecter tiene ahora las facciones del francés Gaspar Ulliel (“Largo Domingo de Noviazgo”) quien ha sabido captar fiereza, frialdad y astucia, devolviéndole esa sensación de animal salvaje agazapado a punto de atacar a su presa que le valió un Oscar al veterano actor británico por “El Silencio de los Corderos” y que luego se banalizaría un tanto en las dos entregas posteriores. Por ello su labor tiene entidad propia y no deviene en una mera caricatura del trabajo Hopkins, sabiendo sacar partido a facetas no exploradas anteriormente, como el sentimiento de culpa por su hermana ó la relación con el personaje de su tía (Gong Li), que constituye ese pulso entre el ser humano y el monstruo que vemos a lo largo del film.
Pese a marcar las distancias respecto a las anteriores andanzas cinematográficas del buen doctor, el marketing obliga a ciertas concesiones cara a la galería, destinadas a patentar la marca de fábrica. Por suerte estas están tan bien llevadas -como es el caso de esa mascara samurai que parece prefigurar el famoso bozal inseparable de la imagen de Lecter- que no rechinan ni impiden que la cinta consiga obtener una entidad propia con pinceladas de qualité pese a su origen como mera explotación de un éxito anterior. Al menos es mucho más de lo que ofrecen otras sagas con asesinos psicópatas a bordo.