¿Puede el arte influir en las personas hasta el punto de cambiar su forma de ser? En el tramo inicial de La Vida de Los Otros, un alto cargo de la Stasi (la policía secreta de la Alemania del Este previa a la caída del muro) tacha al escritor interpretado por Sebastian Kock (El Libro Negro) de ingenuo por defender esa convicción en la esencia de sus obras. A lo largo del metraje, comprobamos que von Donnersmark, el director debutante de la película, es igual de ingenuo.
En su caso, esta característica toma cuerpo en la figura de un frío y expeditivo agente encargado de controlar la vida del mencionado escritor y su pareja. El inquietante personaje de Gerd Wiesler (Ulrich Mühe), empieza demasiado pronto a verse demasiado afectado y a transformarse por la empatía, girándose contra todo aquello en lo que creía. Von Donnersmark, explica la naturalidad del cambio con una cita de Lenin a propósito de la Appassionatta: su pasión por Beethoven le preocupaba hasta el punto que temía no concluir la revolución por cuánto le afectaba y enternecía su constante escucha.
En la trama, esto supone que el espía que es testigo de sus vidas, alcance una comprensión de las aflicciones de sus espiados, un respeto por su forma de vida, y de ahí acabe en una rápida –y posiblemente ingenua– trasmutación que no se entiende hasta que no se coge cariño a su gélido rostro y una vez desprovisto de su armadura se aprecia al verdadero ser humano.
El director de La vida de los otros se anota tantos en la descripción de la naturaleza de sus personajes, en la austeridad con que recoge la Alemania ocupada y en un tratamiento de emociones contenido que alcanza su mayor expresión en su desenlace. No urde un cine de acción ni conspiraciones efectistas, las relaciones de sus protagonistas no buscan sorprender con el engaño sino mostrarse como la consecuencia lógica de unas personas amenazadas y puestas a elegir entre la humillación de agachar la cabeza o la certeza de verla cortada al levantarla.
Como hombre del cine, a pesar de su corta trayectoria (en que lo más relevante son sus prácticas realizadas en El Amor y en la guerra, 1996, amén de algunos cortos) Donnersmark sabe diseccionar las relaciones de las figuras creativas con el poder, el estrecho margen que separa el talento del éxito mediático dependiente de demasiados favores, y la necesidad de agarrarse a clavos ardiendo, algo que expone a la perfección al mostrar la distinta forma de prostitución que puede tener un autor o un artista.
Como realizador sabe emplear sus escasos recursos, explota desde la fotografía y elección de tonos la proximidad con la Alemania oriental y se vale de las justas intervenciones de Gabriel Yared (el oscarizado compositor de El Talento de Mr Ripley y Cold Mountain entre otras) para dar con una factura técnica sin alardes ni necesidad de contar con ellos.
Puede que como guionista sea demasiado generoso al valorar las posibilidades de cambio de aquellos seres reducidos a metálicos engranajes del poder, o puede que los verdaderos hombres buenos necesiten sólo un poco de inspiración para encontrar el camino adecuado, y que en esa posición el autor aparezca como una pieza importante con la función de alumbar su camino. De cualquier forma, el suyo empieza lo suficientemente bien como para esperar que no encuentre excesivos obstáculos en su futura filmografía.