Da la impresión de que no confía en que su público tenga un mínimo criterio de exigencia, rebajando el nivel en demasiados aspectos.
Parece bastante obvio que la industria cinematográfica patria, a la vista del contexto actual –recortes en las subvenciones, escasez de espectadores provocada por el aumento del precio de las entradas–, ha optado recientemente por un curso de acción que podría llevarla a corto-medio plazo a producir casi exclusivamente filmes dirigidos a los adolescentes. El hecho de que se trate del segmento de población más propenso a poder y querer gastar dinero en el cine con cierta regularidad está animando cada vez más a impulsar la producción y la promoción vía televisiva de títulos que puedan obtener los mismos réditos de Tres metros sobre el cielo, Fuga de cerebros o Tengo ganas de ti.
Tres 60 intenta atraer la atención –y el dinero, claro– de los quinceañeros recurriendo a un argumento de thriller. Un joven surfista descubre unas fotos enigmáticas a través de las cuales se verá envuelto en una arriesgada investigación, relacionada con el tráfico de órganos, que acometerá acompañado de una amiga y de su propio hermano.
Una premisa tan básica no tiene por qué desarrollarse mal, por supuesto: hay un buen número de cintas comerciales norteamericanas que han demostrado que se puede hacer un cine digno para los espectadores adultos del futuro. Sin embargo, la forma en la que el realizador debutante Alejandro Ezcurdia reviste su obra da la impresión de que no confía en que su público tenga un mínimo criterio de exigencia, rebajando el nivel en demasiados aspectos. Nada es especialmente hiriente, pero la media de todos los elementos no consigue alcanzar el aprobado raspado.
Empezando por el dibujo de los personajes principales –demasiado esquemáticos y estereotipados–, siguiendo por el de unos secundarios (Joaquim de Almeida, Geraldine Chaplin) poco destacados, y sobre todo prestando atención a un guión de Luiso Berdejo con tremendos defectos de incoherencia, torpeza e inverosimilitud, la película va hundiéndose más y más a medida que avanza, desembocando en un tramo final absolutamente irrisorio que de nuevo, como apuntábamos, parece más diseñado para espectadores en la edad del pavo (más preocupados de las palomitas, los mensajes de su móvil o de impresionar al amiguete de turno) que para alguien que realmente espere una historia construida con algo de sentido.
Salvando el contrapunto irónico del personaje de Adam Jezierski y los bonitos paisajes del País Vasco, a la vista de su funcionamiento en taquilla no nos queda prácticamente ni el consuelo de que el film logre unos beneficios que al menos contribuyan a que con ese dinero podamos ver estrenados en pantalla proyectos de mayor enjundia. Algo extraño si tenemos en cuenta la buena promoción con la que ha contado –Santiago Segura, experto en estas lides, aparece como productor–, tanto en televisión como en las redes sociales. Pero claro, también es cierto que cuando algo se hace con torpeza a propósito, casi es un alivio que no reciba excesivas recompensas.