Cuida hasta el último detalle la puesta en escena y la ambientación de sus retoños cinematográficos.
Seamos sinceros: la primera vez que oímos hablar de un proyecto donde robots gigantes se enfrentaban a monstruos enormes, todos pensamos que era una chorrada supina e infantiloide. Aunque los aficionados a lo camp gocen recordando los tiempos en que descubrieron a Godzilla, Gamera y demás variantes –después revisitadas bajo la batuta de J.J. Abrams en Monstruoso–, o pese a las quejas justificadas de los fans del manga Evangelion –que dirán que dicha serie ya parte de esa misma premisa básica–, también es cierto que cuando supimos que Guillermo del Toro iba a estar dirigiendo el cotarro nuestros prejuicios sufrieron un vuelco y una sonrisilla asomó a nuestro rostro.
Pacific Rim se mantiene fiel a las señas de identidad del orondo cineasta, al menos en lo referido a su concepción del cine como espectáculo, desarrollada principalmente en sus obras concebidas desde EE.UU. En Blade II o en las dos entregas de Hellboy –precisamente la segunda había sido su último título como director, hace ya cinco años– ya encontrábamos ese afán de mexicano por ofrecer aventuras relativamente intrascendentes barnizadas de humor y socarronería bien entendida, pero sobre todo tomándose en serio aquello que pretende narrar, cuidando hasta el último detalle la puesta en escena y la ambientación de sus retoños cinematográficos.
Con ese afán en mente, De Toro elabora el que probablemente vaya a ser el mejor blockbuster veraniego del año en curso. Buen conocedor de los elementos necesarios para construir un producto de dichas características, el realizador los va colocando de forma precisa para ensamblar una cinta que en modo alguno es original –y que en manos de otros responsables, por ejemplo Michael Bay o Stephen Sommers, hubiera resultado infumable–, pero que ante todo resulta simpática y entretiene. El tono adoptado por el film consigue hacer posible lo imposible: que la premisa de robots contra monstruos nos atrape en la butaca de modo progresivo, escalando en intensidad hasta una conclusión que nos hace pensar en las tremendas sensaciones que habríamos tenido de haber visto esta película durante nuestra niñez, cuando Mazinger Z nos tenía encandilados (hay un momento donde casi nos parece oír aquel ya lejano “¡Puños fuera!”).
Técnicamente impecable en todos los sentidos, Pacific Rim nos mete de lleno en ese entorno futurista con unos robots excelentemente diseñados y unos alienígenas que dan bastante miedo, como los monstruos lovecraftianos de la saga de Hellboy –por allí anda Ron Pearlman de invitado especial, así como el ya habitual Santiago Segura–, franquicia que ya adelantaba el argumento de esta cinta: un aguerrido héroe liándose a puñetazos contra engendros del averno. Tan simple como eso; tan efectivo como eso.
Quienes esperen un nuevo El espinazo del diablo o El laberinto del fauno saldrán profundamente decepcionados, es obvio. Aquí encontramos a un Del Toro desatado en su vertiente de puro entretenimiento, soltándole al espectador todos los esperables tópicos y estereotipos habidos y por haber –el personaje de Idris Elba está llevado al límite, ofreciéndonos unos cuantos momentos sencillamente memorables–, y no obstante saliendo airoso a la hora de entregarnos un título resultón, repleto de pirotecnia y ruido, apto para las masas y también para quienes busquen un entretenimiento fresco y digno, sin complejos, entre otros productos de la cartelera que han sido menos trabajados. Ojalá todos los realizadores que intentan llegar a este punto tuvieran la mitad de maña que el mexicano.