Una cinta más de suspense con escasos momentos que hacen intuir algo de la diferenciación que suponía el original.
Sucede que en muchas ocasiones la historia de una película es más interesante que la propia película. No se trata de que el relato fantasmagórico cocinado y recocinado por Takashi Shimizu tenga un reflejo esotérico mayor fuera del proyector, sino de cómo su obra surge, evoluciona y se adapta según las circunstancias, exponiendo las particularidades y funcionamiento del cine y sus singularidades culturales.
Para los que no le sigan la pista de cerca, Shimizu fue alumno aventajado de Hiroshi, bajo cuyo mecenazgo cocinó su primera Maldición. Aquel fue su maestro y mecenas tras haber creado la popular serie The Ring en Japón, adaptada y occidentalizada en el 2002 por Gore Verbinski (Piratas del Caribe) bajo el protagonismo de Naomi Watts. Esto para Shimizu significó que, debido a lo aplastante del éxito de The Ring, su guía le marcó un camino repleto de semejanzas, dejándole sólo un margen de espacio para la experimentación. En la primera Maldición, con rasgos todavía inmaduros no costaba esfuerzo apreciar cómo uno de sus iconos fantasmales compartía con la díscola niña de la saga previa sus crujientes andares ortopédicos, sus pelos humedecidos y un rostro blanquecino del que surgía un molesto estertor. Pero además él aportaba al icónico niño azulado, y una insana obsesión –in crescendo- por los planos perturbadores, el afán por localizar el objeto discordante y fantasmal donde más podía afectarnos encontrarlo. Espacios pequeños y cerrados, lugares imposibles o ajenos al foco de atención primordial en pantalla...
Si aquella primera entrega maldita concluía con un argumento forzado a modo de injerto para meter con calzador una explicación donde no cabía, en la segunda perdía los complejos y prescindía totalmente de ella: La Maldición 2 era un auténtico despliegue de angustia hasta lo delirante, revolcándose en el tipo de suspense que antes sólo había intuido. El mal por el mal, sin un camino, un sentido o una explicación más allá de la definición que daba título a la cinta.
Su evolución se completa cuando siguiendo los pasos del mentor, da su salto americano, obligado por la demanda de más suspense oriental que aquel ha generado. Pero al revés que su mecenas, Shimizu no delegó en un nuevo director la adaptación de su creación sino que fue él mismo, producido por Sam Raimi, quien dio trasvase a sus miedos para la nueva versión que llegó aquí bajo el nombre de El Grito.
Ahí, se imponían algunos cambios. Rostros occidentales mezclados en el escenario japonés para implicar más al público americano, y un aparente suavizado de escenas de mayor contundencia que bien sea por su presentación de aspecto más comercial que le resta misterio y artesanalidad con una fotografía más viva, o por el empleo de recursos más vulgares y propios de la industria de Hollywood como impactos de cambio de plano o subidas de sonido, alteraban mucho de su esencia.
Pero este planteamiento da con su máximo cambio en esta segunda parte. Alejada de todas las características que sistemáticamente comían la moral del público en su versión original, esta da una versión que sigue en la línea de la adaptación americana para tomar su propia senda, y de alguna forma completa un cuadro de películas en donde las estadounidenses dejan de ser sólo una adaptación, para ser parte de una explicación global y un muestrario cultural y de formas de encarar el miedo.
Shimizu vuelve a Japón en su argumento, pero esta vez su desalentadora maldición se extiende y le permite cruzar historias alcanzando territorio yanqui. Sus miedos, tres o cuatro momentos puntuales aparte, quedan adocenados en gran parte del metraje al adaptarse insertándose en esquemas ya vistos y en el curso de un proceder manido al que sólo deja un regusto que supone su único aporte diferenciador. Las imposiciones de cambio llegan a romper el esquema que era su única base y posiblemente sentido, y parece obligado a conectar con el mercado teenager que puebla las salas de estas proyecciones con presencias que puntualmente la aproximan a otros géneros de corte Scream.
Lo más crucial en el cambio, no obstante, es que si la versión nipona y su falta de argumento resultaría inasumible para los estereotipos y esquemas rígidos de la producción americana, la adaptación de su texto por Stephen Susco (quien había colaborado al adaptar la primera parte) demuestra su obsesión por dar una explicación lógica al origen del mal, por más que este sea igualmente apocalíptico y que suponga un aditivo forzado.
Es por todo ello que El Grito 2, que en lo general pasa por una cinta más de suspense con escasos momentos que hacen intuir algo de la diferenciación que suponía el original y que daban algo de coherencia a su exportación, supone una aportación que al mismo tiempo altera y complementa con sus añadidos. Como película aislada da poco, la anécdota de comparar varios tramos moderados para no mostrarnos cómo de maldita estaba la mente de su creador con la secuela original. Que por cierto, siguiendo con la explotación, tendrá tercera parte para el 2008.