Una película destrozada por los artificios dramáticos y una pueril corrección política
Primer guión original escrito por el director Anthony Minghella desde Truly, Madly, Deeply (1991). Sus restantes películas -El Paciente Inglés (1996), El Talento de Mr. Ripley (1999), Cold Mountain (2003)-deben su inspiración a originales literarios. Vista Breaking and Entering aconsejamos a Minghella volver a las adaptaciones. Su estilo detallista y aseado garantizará la corrección del resultado, y la presumible solidez del texto elegido permitirá albergar esperanzas en cuanto al discurso del film.
Porque el guión de su más reciente película es un despropósito hasta tal punto deshilvanado, pretencioso y naif que ni su oficio tras la cámara ni un reparto de relumbrón pueden arreglar nada. Al contrario, los recursos hipertrofiados de producción contribuyen a la sensación de vergüenza ajena que termina abrumando al espectador.
El título de la cinta podría traducirse por “forzar y entrar”. No hace referencia únicamente a los robos perpetrados en el estudio londinense de urbanistas del que es socio Will Francis (Jude Law), un arquitecto cuyo éxito profesional no se corresponde con el privado, pues su matrimonio con Liv (Robin Wright Penn) hace aguas desde hace un tiempo; la expresión abarca también los efectos emocionales de la intrusión en las vidas ajenas, los estropicios causados por la relación adúltera que Will inicia con Amira (Juliette Binoche), una inmigrante bosnia cuyo hijo Miro (Rafi Gavron) es, sin saberlo Will, quien asaltó su estudio.
Minghella obliga a Will a contrastar su ideal arquitectónico, una ciudad cuyo crecimiento esté regido por la armonía y lo sostenible, con la realidad multicultural y desigual que descubre a raíz de los robos y de su affaire con Amira. Pero este cóctel de inquietudes urbanísticas, retrato de profesionales insatisfechos sentimental y sexualmente, crónica comprensiva de la inmigración y los desfavorecidos, y loa al perdón y la reconciliación, no sólo está mal combinada y resulta insípida; delata además una enorme artificialidad en cada uno de sus ingredientes –los diálogos son de una sorprendente torpeza expositiva- y desemboca en una catarsis dramática tan falsa y tan rebuscada que parece propia de un estudiante de cine dispuesto a ganar a cualquier precio el certamen solidario organizado por su junta de distrito.
Películas como ésta, como Grbavica, como La Huella del Silencio, representan un pensamiento débil y oportunista que propone a los conflictos humanos respuestas que sirven a sus creadores y espectadores para calmar la mala conciencia y pagar determinadas cuotas ideológicas, pero que insultan la inteligencia de quienes esperan algo de verdad y de atrevimiento en los planteamientos. Cuentos de hadas para adultos a quienes su falsa inocencia les hace tan responsables o más de los problemas que quienes los crean o quienes, con más o menos fortuna, intentan solventarlos.
Destaquemos en cualquier caso el formato panorámico y la fotografía de Benoît Delhomme, que sacan buen partido a Londres, y las interpretaciones de Robin Wright Penn y Martin Freeman -como Sandy, el socio de Will- en papeles poco agradecidos. Jude Law insiste en acumular fiascos y en jurarnos que no se cree su belleza; Vera Farmiga aparece y desaparece sin que sepamos qué pinta en la película; y Juliette Binoche vuelve a sufrir intensamente, aunque lo más relevante a la postre es comprobar que se conserva muy bien para cumplir cuarenta y tres años el 9 de marzo. Felicidades...