Si reunimos en una misma superproducción veraniega al productor Jerry Bruckheimer, al director Gore Verbinski y al actor Johnny Depp, todo ello bajo el amparo de Disney y con el afán de lograr pingues estipendios en taquilla merced a una cinta de aventuras y entretenimiento familiar, en principio cualquier espectador mínimamente avezado señalará rápidamente hacia la saga de Piratas del Caribe. Diez años después de la película que inauguró dicha saga, buena parte de los implicados allí vuelven a intentar crear una franquicia de éxito, trasladando sus esfuerzos al salvaje oeste americano.
No obstante, las sensaciones que nos dejan ambas cintas al terminar su visionado son diametralmente opuestas. Si hace una década podíamos presumir de haber pasado un rato realmente entretenido en el contexto caribeño, en esta ocasión queda patente que la sana pretensión de entretener es algo mucho más delicado de lo que puede uno imaginarse –ya avisábamos hace unas semanas, a propósito de la resultona Pacific Rim, de las dificultades que entraña dicha labor–, y que repetir la misma combinación de elementos cinematográficos no siempre es sinónimo de triunfo y satisfacción.
Uno de los principales problemas de El llanero solitario es su guión. En vez de optar por una narración lineal más o menos transparente, se decide por un camino lleno de giros que únicamente consigue entorpecer innecesariamente la comprensión de lo que acontece en pantalla. La idea de que un Toro ya anciano sea el motor de la narración causa ante todo exasperación, debido a las reiteradas pausas que provocan sus interludios. Tampoco parece que las sucesivas reescrituras de un libreto que ha pasado por demasiadas manos hayan servido para fortalecer a personajes como el de Helena Bonham Carter, reducida a una mera caricatura, o salven del absurdo apuntes bizarros como el de los conejos caníbales.
Las diversas tramas que se van entretejiendo terminan por marear –recordando en ese sentido a la segunda y tercera parte de Piratas del Caribe–, con demasiados personajes implicados que solo contribuyen a embarullar el conjunto, moviéndose por la pantalla como almas en pena. En el caso del supuesto protagonista principal, el antiguo ranger interpretado por Armie Hammer, solo podemos llevarnos las manos a la cabeza, exasperados por la falta de carisma tanto del actor como del personaje que encarna. Por su parte, Johnny Depp vuelve a convertirse en el principal reclamo publicitario de cara a reventar la taquilla –aunque sus cifras en el mercado norteamericano no han sido nada halagüeñas, jugando esta vez con el hieratismo de un comanche traumatizado en vez de con el amaneramiento extravagante de Jack Sparrow.
Si el armazón argumental no funciona, tampoco lo hace su desarrollo. Los diálogos no ofrecen ningún momento destacable, los segmentos más pausados mueven al tedio, y las estridentes escenas de acción terminan cayendo en la monotonía, a fuerza de alargarse hasta la nausea (algo también heredado de la saga de los piratas). La espectacularidad de las persecuciones a bordo de los trenes es innegable, pero la montaña rusa continua que nos proponen termina por agotar, tanto al principio como al final del filme, y de tan recargadas, ridículas y ruidosas que son casi nos obligan a desconectar.
No funcionando a nivel de acción, ni de humor, y resultando tan caótica en tantos aspectos, lo cierto es que se sufren en las carnes los 150 minutos de duración que sin duda terminan transformándose en una dura losa para la satisfacción de los espectadores. Ah, y quienes esperen una cinta cien por cien familiar será mejor que se desencanten y se preparen para contemplar ciertas escenas y detalles no demasiado aptas para todos los públicos, pese a venir de la mano de Disney.