El relato de Puente hasta Terabithia surgió de la cabeza de la escritora Katherine Paterson cuando en 1976 y decidida a escribir fantasía para niños, vio como su hijo perdía a su mejor amigo. Con un nombre elegido de uno de los parajes de los cuentos de Narnia, trató de arroparle con su mundo desde la ficción y volver a recubrir de inocencia sus heridas.
La película de Un Puente hacia Terabithia surge siguiendo la estela de la adaptación de Narnia, con una adaptación a guión a cargo del propio hijo de Katherine, y una dirección del debutante en largometraje y experimentado animador Gabor Csupo. El resultado está marcado por la indecisión y la singularidad, con unos rasgos propios que la individualizan sin lograr no obstante sacarla del terreno de nadie.
Como historia para niños por momentos parece atreverse a tomarse en serio. Su juego de lanzar una oda a la imaginación y a los mundos fantásticos que pueden poblar las mentes abiertas quedan lejos de poder representar una novedad, la sutileza con que va materializando la fantasía no logra en ningún caso que Terabithia llegue a ser algo tangible más allá de deseos pueriles y voluntariosos que sobresalen por un ambiente con poso de planicie de telefilm. La insustancial vida de sus dos protagonistas, Jess Aarons (Josh Hutchterson, Zathura) y Leslie Burke (Anna Sophia Robb la rubia repelente de Charlie y la fábrica de Chocolate) crea una sutil complicidad en donde su unión se lleva con suavidad y sin estridencias que la hacen creíble alejando su colegio de la forzada estética habitual en productos norteamericanos. Se genera una atmósfera sobria y melancólica en donde la indecisión se deja ver en aspectos como la banda sonora, en que Csupo, fundador de dos sellos discográficos tira tan pronto de radiofórmula americana como de ambientación fantástico-somnolienta acunando el argumento. Lo mismo sucede cuando quiere hacer uso de tecnología digital para ese mundo que siempre se muestra más irreal de lo que la nitidez de los equipos de Weta Digital (El Señor de Los Anillos, King Kong) pueden lograr, en parte por el deseo de mantener la ficción como un juego de sus dos protagonistas, en parte por la inconsistencia a la hora de ofrecer sus pinceladas.
La descrita génesis de su historia, cómo su autora la creó como consuelo al niño forzado a abrir los ojos, marca un argumento igualmente poco claro a la hora de enfocar a su público: el drama envenenado parece ser la primera decisión firme en su trama cuando se empieza a pensar en una proyección sin más destino que acompañar a las peripecias delirantes de dos chicos cuyos sueños tienen fecha de caducidad. Como fruto de todas estas circunstancias, el Puente hacia Terabithia es uno más de los que pretenden cruzar la crudeza del exterior con una fantasía frágil como escudo temporal. Sin la fealdad esperpéntica de Tideland, sin los excesos arrolladores de Laberinto del Fauno, sin las ambiciones de Narnia pero con idéntica función para el puente que para el armario, ambos apuntando a una misma dirección. Mientras aquel trataba de ganar desde la imagen explícita y la sobrecarga de personajes la sensación de mundo compacto, aquí el puente termina por revelarse de una fragilidad peligrosa. En cualquier caso su función se desnaturaliza cuando su universo es tan efímero y su realidad resulta amarga, deja entrever lo que la madre de su guionista pretendía y lo que este recibió, algo que termina limitado a quienes empiezan a preguntarse de forma rigurosa por la extraña capacidad de los Reyes Magos para llegar a todas las casas en una noche y que hace en definitiva de esta una película para niños que comienzan a ver el horizonte de su infancia.