El efectismo funcional de Bay y la permanente sensación de que la estupidez desbordante de sus protagonistas es tangible, hace discurrir gran parte del metraje de forma agradecida.
Suena tan a lugar común como inevitable resulta caer en la afirmación de que “hay otros mundos, pero todos están en este”. El de Dolor y dinero, además, toca a uno de los que debería resultarnos próximos, habida cuenta de la legión de primates que en sorprendente involución han poblado nuestras calles, reinado en discotecas y exhibido sus rutilantes carricoches, hipertrofiados en alerones como ellos en musculatura, hubiera o no motor (o cerebro) acompañando.
La historia con la que Michael Bay se toma un respiro de su habitual registro viene con el atractivo de partir de los hechos verídicos recogidos por los artículos de Pete Collins, adaptados a libreto por el dueto que forman Christopher Markus y Stephen McFeely, más habituado a la ficción (Las crónicas de Narnia, Capitán América: el primer vengador) en un cruce con una cierta lógica: por momentos aquello parece inverosímil; en otros, la estupidez es demasiado grande para no ser cierta. Su base real da razón para la afirmación con la que iniciábamos, o para esa tan socorrida de que la realidad supera siempre la ficción, más cuando sus protagonistas se inspiran en ella (el “lo he visto en el cine, veo muchas películas” es una de las frases antológicas de su protagonista). Generalidades al margen, la pregunta es si como relato autónomo funciona, y lo cierto es que la estridencia del relato, el efectismo funcional de Bay y la permanente sensación de que la estupidez desbordante de sus protagonistas es tangible, hace discurrir gran parte del metraje de forma agradecida, por más que el camino al tercer acto se vuelva tan denso como gran parte de la filmografía de su director, que nos tiene acostumbrados a dar 20 minutos de más en muchas de sus cintas.
Uno de los aspectos más curiosos de Dolor y Dinero sería atender a las reacciones de una parte de su público que acudirá al sentirse invocada por la patológica obsesión por el músculo del trío de protagonistas: ¿se verán identificados, asociarán sus rasgos de babuino de feria a los de quienes deambulan por la pantalla, o se limitarán como impone la escasa coordinación de sus neuronas a preguntarse cuándo hay pelea o cuándo sale la siguiente striper dispuesta a mover sus caderas? Probablemente lo suyo sería esperar a la próxima de Fast & Furious, mientras que Dolor y Dinero es una ocasión para los que contemplan y padecen su existencia de profundizar en la naturaleza de la subespecie, y ver las cotas más altas a las que pueden lograr cuando lo que tienen entre oreja y oreja trata de arrancar.