Inquietante fábula sobre el sentido de la educación femenina en sociedades patriarcales, con valores singulares y a contracorriente
En ocasiones los condicionantes de producción no sólo determinan la calidad objetiva de una película, la relacionada con la solidez de sus aspectos técnicos y artísticos. También otras calidades intransferibles y esquivas que confieren al resultado la condición de rareza, de obra de culto.
No sabe uno si El Despertar del Amor terminará por ser considerado un film de este tipo. Tiene en su contra el presente panorama de la exhibición cinematográfica, en el que las películas son derramadas incesantemente sobre las pantallas sin que dé tiempo a que impregnen el imaginario del público, antes de ser vertidas en el océano de la distribución videográfica y por internet, donde todas ellas pasan a ser no ya rarezas, sino náufragas en espera de algún espíritu inquieto que las rescate y dé cuenta de su valía en foros y blogs ignotos.
Pero, sobre todo, El Despertar del Amor respira a través de unas claves culturales tan ajenas a nuestro tiempo que es difícil contagie el entusiasmo preciso a demasiados espectadores. Su distribuidora ha procurado jugar al despiste en el cartel anunciador con una tipografía, un eslogan (“descubrieron algo maravilloso que les estaba prohibido”) y una fotografía de dos chicas en camisón que hacen pensar en algún drama convencional sobre el despertar a la sexualidad con unas gotas de safismo light a lo David Hamilton. Pero en realidad la película es una interesante fábula simbólica centrada en el sentido de la educación femenina en las sociedades tradicionales, cuyos últimos minutos se cuentan entre lo más enrarecido y terrorífico que este cronista ha tenido la ocasión de ver en los últimos meses.
La historia, ubicada en un internado donde son llevadas a muy temprana edad mujeres que bajo una disciplina férrea son adiestradas aparentemente en el ejercicio del ballet, se debe a Frank Wedekind (1864-1918), autor alemán que desveló las tensiones causadas en la Europa burguesa de finales del XIX por los primeros movimientos de emancipación femenina y los postulados de Freud, en escritos de corte experimental y agresivo —el relato que ahora nos ocupa ostentaba originalmente el significativo subtítulo de La Educación Corporal de las Jóvenes— poco conocidos en España salvo en lo que respecta a Lulú. Tampoco el primer conato de adaptación, en el que se ha inspirado pasadas dos décadas el guión definitivo de James Carrington y Sadie Jones, es obra de guionistas representativos de las actuales corrientes cinematográficas: Ottavio Gemma (Sacco y Vanzetti) y el realizador Alberto Lattuada (Desnudo de Mujer), especialista en adaptaciones literarias y explorador de la sensualidad femenina, están lejos de ser influencias siquiera en el seno del cine italiano que se realiza hoy en día.
Si a esto le sumamos un director, el británico John Irvin, que ha abordado con la misma impersonalidad thrillers como Ejecutor, Ajuste de Cuentas, Shiner o El Cuarto Ángel, películas antibelicistas (La Colina de la Hamburguesa, Cuando Callan las Trompetas), de fantasmas (Historia Macabra), humorísticas (El Pico de las Viudas), de aventuras (Robin Hood: El Magnífico) y hasta bíblicas (El Arca de Noé); y un reparto en el que caben actores ingleses, italianos y checos, resulta tentador concluir que nos hallamos ante el típico europudding trasnochado, fruto de laberínticas estrategias de producción y subvención. Y aunque algo de eso se aprecia en sus imágenes a veces apolilladas, en la mediocridad de algunas interpretaciones, y en más de una ramificación argumental estéril —como la protagonizada por Enrico Lo Verso en la piel de un inspector que investiga las muertes de jóvenes internas que se suceden—, poco a poco va calando en el espectador una sensación opresiva que obliga a contemplar un pasado relativamente cercano a nosotros en cuanto a escenarios y comportamientos como si fuera una pesadilla gótica; sensación que tiene en buena medida su origen en los anacronismos creativos que han presidido la formulación y el precipitado formal de la película.
El soberbio plano que acompaña el grueso de los créditos iniciales, la desapacible banda sonora de Paul Grabowsky, la renuncia a los efectismos del director de fotografía Fabio Zamarion, y el uso por parte de Irvin de un formato panorámico que subraya la indefensión de los personajes y contribuye con su distanciamiento a la extrañeza de los hechos, ejemplifican la conversión de limitaciones en virtudes que conducen a un poderoso clímax y que suscitan la reflexión en torno a la caducidad de ciertos modelos sociohistóricos y escénicos que hace treinta o cuarenta años aún se correspondían con vivencias tangibles, y a principios del siglo XXI parecen escapados de un mal sueño. No a la manera pretendida por escritores como Robert Musil, Franz Kafka, Arno Holz o el propio Wedekind, o cineastas como Luchino Visconti, que constataron metafóricamente la desaparición de un universo que conocían de primera mano. Sino desde la posición de quien materializa el pasado en pantalla sabiendo que sólo podrá conjurar, en el mejor de los casos, el espectro borroso y espeluznante de un desconocido.