¿Quién no ha soñado alguna vez con ganar el primer premio de un concurso televisivo? ¿Cuántos caprichosos a los que ahora renunciamos nos daríamos gustosamente al momento? ¿Y el montón de “trampas” que subsanaríamos de una vez por todas?
¿Alguien tiene en cuenta a Hacienda y el porcentaje que al año siguiente nos reclamará y que, muy posiblemente, ya no tendremos porque lo habremos gastado? He aquí la trampa que el gallego Rodrigo Cortés destapa sin ningún tipo de complejos en Concursante, su sorprendente ópera prima, estrenada con éxito en el reciente Festival de Cine Español de Málaga. La película nos presenta a Martín, un joven profesor asociado de Historia de la Economía que acaba de ganar el mayor premio jamás concedido en la Historia de la Televisión y al que pronto empieza a agobiarle la terrible realidad de no tener el suficiente dinero como para permitirse el lujo de disfrutar de sus premios y de pagar, ocho meses después, la parte de sus ganancias que Hacienda le reclama.
En un tono de ácida comedia satírica, Cortés nos adentra en su propuesta haciéndonos recordar uno de los grandes clásicos del cine, El crepúsculo de lo dioses (1950), de Billy Wilder, al hacer hablar a su protagonista desde el más allá. A partir de ahí, Concursante lucha durante todo su metraje para mantenerse siempre por encima de la media, superando los límites que suelen caracterizar a la mayoría de las primeras obras.
Estamos no sólo ante una acerada crítica a los fraudes encubiertos que hay detrás de los concursos televisivos, sino también ante una punzante denuncia de la dictadura de las entidades financieras. Martín se va transformando, un poco por necesidad, un poco por loca lucidez, en un inconformista antisistema que va volviéndose más “él” cuanto más desafía a los organismos de poder bursátil. Así, traspasa el cristal de la apariencia y entra poco a poco en el mundo de lo real ayudado por un personaje que, cual Morfeo matrixiano, le descubre el verdadero sentido del mundo inhóspito que habitamos.
En este sentido, la necesaria verosimilitud que debe caracterizar a la evolución del protagonista queda ampliamente conseguida gracias al trabajo realizado por el argentino Leonardo Sbaraglia, que se pasea por la pantalla con eléctrica energía, mira a cámara con descarado desparpajo y se inmiscuye en los vericuetos internos de su personaje con nobleza y sinceridad.
Formalmente se realiza en un llamativo estilo visual, frío, metálico y luminoso, con una acertada ambientación de escasa y funcional arquitectura. El ritmo narrativo desacompasado varía de nivel según el momento por el que circulan las imágenes unidas en un montaje frenético y deconstruido, que desordena los acontecimientos y en el que se dan cita elementos tan dispares como imágenes en movimiento con fotografías en blanco y negro, ralentís, saltos de ejes, etc., dando forma a una planificación arriesgada pero atractiva y sugerente.
Todo ello conforma una puesta en escena moderna y estructural, a la que se le puede acusar fácilmente de pretenciosa, pero que logra una frescura y vitalidad que saca partido a todos sus elementos narrativos.