Dios no sabe rodar comedias

Imaginemos por un momento que existiese un Dios responsable de todo lo visible y lo invisible, y que tuviésemos la ocasión inaudita de preguntarle sobre los misterios de nuestra condición y la de cuanto nos rodea. E imaginemos que ese Dios se encogiese de hombros ante nuestras inquietudes, nos contase cuatro chistes de interpretación y gracia dudosas, nos abrumase con los infinitos traumas y detalles técnicos que conlleva su importante labor, y nos plantase en la puerta de su consulta no sin antes soplarnos siete euros por haber tenido el privilegio de escucharle hablar de sí mismo durante varias horas, y haber mostrado el desinterés más absoluto por la criatura a la que debe su sentido como creador.

¿Desconcertante, verdad? Bueno, pues ese es el comportamiento habitual y creciente en los albores del siglo XXI de esas divinidades menores llamadas cineastas. Cuando Auguste Rodin escribió aquello de que el arte consiste en materializar el pensamiento para tratar de sentir y comprender el universo y hacerlo sentir y comprender a los demás, estaba delatando una inocencia y una ambición de la que se ríen los genios de nuestra contemporaneidad. Estos nos dejan bien claro en cuanto pueden que los significados y los significantes de carácter universal sobran —¿será por su incapacidad para conjurarlos?— y pasan a emborracharse con sus imágenes y obsesiones en ejercicios de estilo más o menos autistas que los críticos debatimos con el mismo ardor y el mismo sentido de la realidad que manifestaban los escolásticos cuando discutían el sexo de los ángeles.

Lars von Trier no es el peor de todos ellos. Ahí está el David Lynch de Inland Empire para confirmar que los dioses no sólo pueden pecar de autocomplacientes y estériles, sino que incluso perdiendo la razón seguirán cosechando los vítores de sus fieles. Von Trier al menos todavía está entre nosotros, y es muy consciente de su condición de demiurgo juguetón, que ha convertido en seña de identidad dentro de la pantalla (es imposible ignorar, contemplando sus ficciones, la presencia a la vez moralista y distanciadora del autor) y fuera de ella (recordemos su manifiesto Dogma, su escritura de traspaso en torno a Wagner, sus elucubraciones sobre el porno, la exhibición de sus vicisitudes personales, y la automavisión y el concurso que han rodeado la gestación de El jefe de todo esto). Por otra parte, casi todas sus películas son interesantes en sí mismas, no hay necesidad de recurrir a penosos procesos externos para apreciarlas, y muestran una percepción del ser humano tan aguda como desoladora.

El jefe de todo esto representa más que nunca en von Trier una metáfora evidente, tanto en su técnica de filmación como en lo que cuenta, de la (ir)responsabilidad del creador: Ravn (Peter Gantzler) es el dueño de una pequeña empresa. Desde que la fundó, ha mantenido engañados a sus empleados haciéndoles creer que existe un presidente por encima de él al que siempre ha culpado de sus decisiones impopulares. Cuando decide traspasar su negocio, Ravn se ve obligado a contratar a un actor para que interprete al jefe ficticio y concrete la venta. El elegido es Kristoffer (Jens Albinus), que pronto se verá involucrado en una serie de enredos con los trabajadores de Ravn, mientras va adquiriendo conciencia del poder y las servidumbres que acarrea su papel. Von Trier adopta un tono cómico para aparentar una despreocupación que extiende a la cámara; de acuerdo a la citada automavisión, él decide el emplazamiento aproximado de cada toma pero es un ordenador el que decide el encuadre específico. Esto, sumado a la discontinuidad del sonido y el montaje y a varios interludios en los que el director va puntuando la acción, desemboca en una narración muy tensa ética y formalmente en la que personajes, espectadores y hasta (supuestamente) el realizador han de prestarse a la sorpresa, la manipulación y las consecuencias de sus elecciones y expectativas.

No hace falta decir que en teoría el ejercicio de von Trier resulta fascinante. Lástima que fracase, como es natural, en el aspecto más básico, ese que ha descuidado por importarle más el trasfondo, el envoltorio programático, que la película en sí misma. Porque si consideramos El jefe de todo esto estrictamente como vehículo humorístico, no pasa de lo mediocre. Von Trier se declara incondicional de films como Historias de Filadelfia o La fiera de mi niña, pero El jefe de todo esto carece del timing cómico que caracterizaba a esas y otras verborreicas comedias del Hollywood clásico, y a lo que recuerda constantemente con sus inexistentes gags visuales y la aridez de sus diálogos presuntamente estrambóticos es a las comedias más flojas del Woody Allen reciente y a algunas teleseries con pretensiones ácidas.

En cierto modo, el cineasta danés ha sido prepotente al elegir el género de la comedia por estimar que en esta etapa de su carrera necesitaba “algo ligero, fácil”. La comedia no es fácil, y precisa el mismo respeto que cualquier otro género, más allá de servir como apoyatura poco trabajada para las inquietudes onanistas de su autor. Ya que Dios no nos ofrece nada más que su ombligo, lo mínimo que debería hacer es asearlo y adornarlo con la misma convicción que ha empleado en aturdirnos hablando de él.