Otra cosa es que a De la Iglesia algunos le perdonen defectos obvios que no soportan en otros realizadores, pero esa es otra historia.
Tras once largometrajes –complementados por un buen número de cortos, películas para televisión e incluso alguna serie para el mismo medio–, cuesta imaginar que algún espectador pueda acudir a la sala sin saber qué esperar de la nueva obra de Álex de la Iglesia. El realizador vasco cuenta con unas señas de identidad tan marcadas que cuesta acordarse de las contadas ocasiones en que no ha recurrido con tanta claridad a las mismas. En esta ocasión, Las brujas de Zugarramurdi trata de reverdecer los laureles de una de sus obras más recordadas con el paso de los años, El día de la bestia (1995), que a la postre también resulta una de las más redondas de su filmografía.
Como ya sucediera en Balada triste de trompeta (2010), De la Iglesia echa el resto en la parte inicial de su criatura, media hora trepidante donde, tras unos brillantes títulos de crédito, un atraco frustrado y la subsiguiente persecución son las estrellas de la función. Es en ese segmento donde los engranajes van rodando sin problemas, sumiendo al espectador en una locura bien orquestada y que logra hacernos creer que una premisa así puede llegar a buen puerto, o que incluso unos actores tan limitados como Mario Casas y Hugo Silva son capaces de estar al servicio de una comedia gamberra eficaz.
Por desgracia, el resto del filme nos trae a la memoria algunos de los peores momentos de la carrera del director bilbaíno, llena de oportunidades perdidas de darle empaque y solidez a ideas ocurrentes que solo en contadas ocasiones se transforman en hallazgos, tornándose el resto del tiempo en astracanadas que dejan al espectador mínimamente crítico patidifuso. Otra cosa es que a De la Iglesia algunos le perdonen defectos obvios que no soportan en otros realizadores, pero esa es otra historia.
El retorno de Jorge Guerricaechevarría al tándem narrativo no hace sino constatar aún más la necesidad urgente de que ambos responsables de la historia permitan que otros ojos –no viciados por las horas que a buen seguro se han pasado trabajando en ella– detecten qué funciona y qué no, eliminando escenas redundantes, desvaríos absurdos y chuscadas machistas de diversa consideración. Porque sí, efectivamente, el interés de Las brujas de Zugarramurdi va poco a poco desvaneciéndose, torpedeado por gags poco afortunados, momentos inverosímiles, secundarios innecesarios y una irregularidad general que acaba por estropear el buen sabor de boca de las secuencias iniciales. Eso por no hablar de que, por enésima vez, el terrible desenlace es digno de entrar en los anales del peor cine.
Así pues, hay por parte del director y guionista un innegable ansia por recuperar el punto de locura de sus primeras cintas –aunque con mayor presupuesto, no siempre palpable en unos efectos especiales de pandereta–, pero lamentablemente la edad no parece haberle otorgado más sabiduría para encarar este tipo de relatos excesivos, torrenciales y ruidosos, pero también repletos de incoherencias, sal gruesa y payasadas sin ton ni son.