El pasado mes de noviembre nos dejó un hombre que hizo en el mundo del cine lo que pocos pueden permitirse: lo que le dio la real gana. Siendo considerado uno de los últimos "outsiders" de la industria norteamericana, Robert Altman realizó sus obras siempre al margen de los grandes estudios, provocando la admiración de la crítica a la par que una gran serie de seguidores de ese peculiar talento cinematográfico suyo.
Larguísimos planos secuencia, intérpretes pisándose los diálogos mutuamente en un alarde de dinamismo trasgresor, un irreverente sarcasmo,un elenco coral... éstos son sólo algunos recursos de los que Altman disponía para crear filmes que han pasado a la historia como joyas del celuloide. Basta nombrar algunos de sus títulos más emblemáticos -la demoledora y posiblemente más lograda M.A.S.H., Vidas cruzadas, El juego de Hollywood, o Vincent y Teo– para saber que nos ha dejado uno de los mejores cineastas de los últimos tiempos.
Sus últimas inquietudes, tras desmitificar el estilo de vida americano, se dirigieron hacia el género musical con la irrupción de Kansas City cinta homenaje al jazz, cuya libertad creativa siempre ha estado en íntima relación con su cine. Su anterior filme "The Company" se centró en el Joffrey Ballet de Chicago, incorporando a su forma de trabajar cierto aire documental que no abandona en su obra póstuma "El último show".
El rodaje del filme de reciente estreno duró cinco semanas ante un público asistente a un show radiofónico que va a dejar de existir en cuanto el telón haga acto de presencia. En el ya carcomido escenario se dan cita una serie de cantantes country en horas bajas cuyas voces se personifican en los conocidos rostros de Meryl Streep (tan magnífica como siempre), Lily Tomlin (actriz fetiche del director), Woody Harrelson o Thomas C. Relly.
Con la ayuda de tres cámaras estratégicamente colocadas para captar varias acciones a la vez, Altman hace uso de su elaborado estilo narrativo permitiendo a sus actores improvisar, lo que genera un entorno plenamente creativo que llega al espectador sin necesidad de esfuerzo. El resto ya se lo pueden imaginar: un incontrolable desfile de música country inunda la casi totalidad de un filme en el que la muerte en forma de rubia con gabardina (Virginia Madsen) tiene un papel primordial en la historia, aunque no del todo certero. Quizá Robert Altman presentía que su final estaba cerca. Es por esto que El último show no pasará a la historia como una de las mejores películas del director, pero de lo que no hay duda es de que acaba siendo una muestra más de que el genial veterano murió con las botas puestas haciendo el cine que le dio la gana.