Su intento por epatar termina a menudo cayendo en la sensiblería.
Hay películas que nacen con vocación de arrasar en los Oscars. El mayordomo, nuevo trabajo de Lee Daniels tras Precious y la más reciente El chico del periódico, apunta descaradamente hacia ese segmento de público que se deja engatusar por historias grandilocuentes –en el fondo o en la forma, tanto da– que pretenden funcionar por sí solas, sin una base firme y bien elaborada sobre la que edificar una historia que realmente agarre al espectador y lo tenga adherido a la butaca durante todo su metraje.
Como ya sucediera en títulos oscarizables aparentemente tan dispares como El discurso del rey (Tom Hooper) o Criadas y señoras (Tate Taylor), de nuevo los aspectos técnicos están cuidados hasta la náusea: pocos reparos pueden ponerse a la ambientación, los decorados, los peinados, el maquillaje –aunque las encarnaciones de algunos presidentes norteamericanos sean algo extremas y encorsetan a sus respectivos actores–, la música o la fotografía. Como en aquellas, también cabe loar las interpretaciones de la gran mayoría de los actores, que se supeditan a la narración y dejan que esta transcurra como debe.
Quienes se conformen con un producto elegantemente presentado, así como con unos rostros que ejecuten su labor con pericia, probablemente no necesiten más para concluir que han presenciado una de las mejores películas del año. Ahora bien, en cuanto se ejecuta un análisis algo más concienzudo sobre esta cinta no tardan en aparecer sus carencias, y nos percatamos de que este desfile por diferentes momentos clave en la historia de Estados Unidos, siempre desde el punto de vista de este mayordomo que sirvió a ocho presidentes distintos (y basado en un personaje real), no ofrece ni el menor gramo de emoción auténtica.
Lee Daniels demuestra muy poca delicadeza al encarar el tratamiento de los diversos temas que van apareciendo en el filme, y su intento por epatar termina a menudo cayendo en la sensiblería, cuando directamente no logra aburrir al más pintado: si bien los hechos reales y las situaciones relacionadas con los presidentes yanquis tienen cierto interés (por lo curioso de ver en acción a iconos tan reconocibles), los segmentos dedicados a la vida del protagonista y su familia causan cierto sopor, debido a lo maniqueo del retrato de buena parte de los personajes y sus diálogos. El enfrentamiento entre negros y blancos, e incluso las distintas filosofías de los propios ciudadanos de color, podía haber dado para algo más que para este rutinario, deslavazado y excesivamente empalagoso retrato de unas cuantas décadas de historia norteamericana.
A buen seguro el público estadounidense recibirá con los brazos abiertos esta crónica superficial de unos cuantos momentos vitales para su país. Cegados por la presentación de dichos hechos posiblemente ellos no aprecien lo poco memorable del conjunto, la endeblez de la fragmentaria trama –va dando saltos hasta que el interés casi se desvanece por completo– y lo artificioso de su construcción, buscando sin reparos la emoción fácil. Lástima que realmente no estemos, como han querido ver algunos críticos, ante “el Forrest Gump de los derechos civiles de los negros”.