Hay una serie de elementos que estadísticamente funcionan como fiables indicadores de mal cine: John Travolta, al que Tarantino en uno de los motivos más serios para odiarle recuperó como figura del cine cuando andaba condenado a criar niños y perros junto a Kirstie Alley (Mira quien habla...); Martin Lawrence, humorista afroamericano cuyo mayor reconocimiento se lo debe a travestirse de anciana o a ejercer de partenaire calzonazos de don Will Smith; Tim Allen, otro representante del humor transoceánico, para cuya comprensión debe ser necesaria una dieta de hamburguesas hormonadas al gusto yanqui o algún tipo de lesión craneal... Curiosamente completa esta banda William H.Macy, quien debería ser considerado un indicativo de buen cine por sus dotes interpretativas y capacidad de dar vida a distintos personajes de forma creíble, pero que no duda en aceptar trabajos cuestionables para el bien de su cuenta corriente: no sólo del arte vive el hombre. Para compensar su contradictoria presencia, su papel se configura como el más payaso del cuarteto.
La historia de Cerdos Salvajes no representa de por sí ningún hallazgo. Cuatro hombres en plena crisis de madurez fingen ser rebeldes montados en sus Harley. El fracaso y la monotonía quedan atrás mientras cabalgan por el barrio, hasta que un buen día uno de ellos, especialmente acuciado por los problemas, les incita a cruzar el estado en sus rutilantes ciclomotores.
A pesar de lo rudimentario del planteamiento y que su idea fue llevada de forma brillante por Homer Simpson en “Llévate A Mi Mujer, Sinvergüenza” (episodio 5 de la temporada 11), a Brad Copeland la cosa le pareció fascinante. Con un currículum relativamente breve como guionista y el puesto de coproducción de Me llamo Earl como mayor bajage, puso su obra a manos de Walt Becker, con escasa experiencia en dirección y una algo más dilatada vida de autor de novelas y guionista.
Si uno es capaz de dejar el cinismo detrás de la moto, aburridos discursos xenófobos sobre el modo de vida americano, su cine, su cultura, sus valores, en una actitud curiosamente aparejada con la fascinación de tribus de selvas perdidas, entornos subdesarrollados o aquellas que conspiran tanto contra ellos como contra nosotros, el viaje propuesto es tan llevadero como irrelevante. Macy como payaso deja en paños menores a sus compañeros humoristas en una situación que debería inquietarles, la contención de los más histriónicos, la perdida de dignidad de sus personajes y la facilidad para burlarse de lo que se supondrían decisiones argumentales convencionales, contribuyen a aplacar un inicio rígido y esquemático hasta la extenuación.
Posiblemente la falta de capacidad para darle mayor profundidad por la justa pericia de sus responsables, la imposibilidad de tomarse en serio una road movie que debía dar para tan poco, es lo que permite juzgarla con tan poca severidad y darle una consideración de producto medio en donde es fácil que sea recibida con tan buena acogida como ha tenido en EEUU. No será una película histórica ni de culto, pero quienes quieran ponerse aleccionadores o expresar odios profundos en nombre de un asimétrico multiculturalismo, tienen una terapia clarificadora en reciente road movie a la española: El Síndrome Svensson. El resto pueden subirse en la moto. El viaje tendrá baches y molestas rozaduras, pero no será ni mucho menos de los peores. Lástima que el ridículo que bordea por momentos no pueda esquivarlo de forma constante.