Moralina final innecesaria, que da pie a un descafeinado y decepcionante último tercio de la cinta.
No es de extrañar que de vez en cuando un actor pruebe suerte escribiendo, dirigiendo e interpretando un producto hecho a su medida. Tal vez choque más encontrar ejemplos en el terreno de las comedias románticas, pero nombres como Zach Braff (Algo en común, 2004) o Josh Radnor (HappyThankYouMorePlease, 2010) demuestran que también entre los rostros más acostumbrados a un menor calado dramático en las producciones donde participan hay, pese a todo, inquietudes que en ocasiones les llevan a arriesgarse con títulos que no caen de lleno en los tópicos de siempre.
Situada en New Jersey –al igual que en la mentada Algo en común o en la célebre Clerks (1994), debut del carismático y también multitarea Kevin Smith–, la cinta que aquí nos ocupa nos presenta a un joven y atractivo macarrilla de los suburbios cuya vida gira en torno a unas pocas constantes que le proporcionan seguridad: su musculado cuerpo, su tuneado coche, su casa, su familia, la religión y los ligues de una noche que indefectiblemente consigue. Pero por encima de todo destaca su malsana obsesión por la masturbación, circunstancia que interferirá con la única relación de apariencia más seria que podría llegar a desarrollar.
Joseph Gordon-Levitt debuta en largo detrás de las cámaras –le preceden cuatro largometrajes de diverso pelaje–, con el aval que supone su carisma, su aura de personalidad interesante, y el hecho de haber participado en cintas tan sólidas y variadas como 500 días juntos, Origen, Looper o El caballero oscuro: La leyenda renace. La película se construye por entero alrededor de este vividor, patético y entrañable a partes iguales, atrapado sin darse cuenta en una espiral donde la deshumanización amenaza con arrastrarle a un pozo sin fondo. Algo hay en él, para quien los conozca, de esos personajes extremos y obsesos de las novelas de Chuck Palahniuk, de las cuales se han adaptado al cine hasta el momento El club de la lucha y Asfixia.
Pero Don Jon es, básicamente, una comedia. Está narrada –al menos en su arranque y en su zona intermedia– de un modo más que atractivo, no permitiendo que el espectador pierda el interés, y manteniéndolo atento a las andanzas del protagonista a base de imágenes chocantes, sonidos repetitivos que marcan el acelerado ritmo y que adelantan sucesos, así como estructuras y lugares comunes cotidianos que van guiándonos sin problemas a lo largo del argumento: las noches ligando en la discoteca, las escenas al volante de su coche, los momentos en el gimnasio, las visitas a la iglesia y al confesionario... Todo ello, en vez de saturar, nos lleva a seguir de forma fluida al personaje principal en su evolución, así como para echar algunas risas sanas de vez en cuando.
Dentro de este aporte de frescura a la comedia romántica norteamericana actual caben destacar las interpretaciones en general, tanto de los padres del protagonista como de las dos féminas que contribuyen principalmente a la historia: por un lado una Scarlett Johansson que borda el papel de choni pija, y por otro la siempre magnética Julianne Moore, pese a que su personaje y todo el drama oculto que arrastra se nos antoje una especie de pegote para conducirnos hacia una moralina final innecesaria, que finalmente supone un mazazo para lo que habíamos presenciado hasta el momento, rompiendo el ritmo y dando pie a un descafeinado y decepcionante último tercio de la cinta.
De todos modos se agradece este soplo de aire fresco, que permite reflexiones de cierta consideración a la vez que retrata de forma certera a un sector de la población –a medio camino entre la caricatura y la humanización, entre la carcajada y la amargura– y que habla sin tapujos de sexo, porno y masturbación. Así pues, un estreno más que aceptable para Gordon-Levitt y este Don Juan moderno pasado por el filtro de Jersey Shore.