Katherine Winter (Hilary Swank) es una atractiva científica a la que la vida le ha desbaratado sus creencias religiosas. En su condición decepcionada, ha encontrado en la racionalización de las manifestaciones milagrosas una forma de vida donde tirar por los suelos los mitos de poblados remotos.
En semejante labor le acompaña Ben (Idris Elba), su antiguo ayudante, que no es sino un afroamericano de aspecto culturista y firme defensor de la omnipresencia de Dios en cualquier matiz de los avatares diarios. Esta contraposición caprichosa de personajes, es obra y gracia de los hermanos Hayes, conocidos por servir previamente el guión de La Casa de Cera al español Jaume Collet-Serra para que lo dirigiera a mayor gloria de los fans de Paris Hilton y un strip-tease menor para su lista de logros vitales. A pesar de que sacar a la palestra semejante dato no puede ser nada más que una forma de hundir preventivamente todo aquello donde estampen su apellido, lejos de lo allí expuesto aquí tratan por todos los medios de hacer algo mayor. Más arriesgado sería afirmar que lo consiguen.
Con una perorata constante dando forma a un debate que tiene la insensata pretensión de llegar al gran público al contraponer dogmas, fe y lógica y ciencia, la batalla entre ateos y creyentes está perdida de antemano ante un departamento de efectos especiales y argumento necesariamente miraculoso, repleto de trampas y engaños que no esquivan en su travesía la falta de nervio para calar con convicción. Curiosamente, tras la cámara se encuentra como realizador Stephen Hopkins, en cuyo variado currículo se incluye, además de la biopic de Peter Sellers y la secuela de Predator, 12 episodios de la temporada de 24 del año 2001. Tal experiencia se manifiesta en el brío efectista, la energía onírica de algunas escenas y rasgos de videoclip que quedan no obstante descompensados: ni el recurso a sueños engarzados o golpes visuales se hacen con un pueblo que desaprovecha potencial para crear atmósfera y oprimir a sus protagonistas. Quizá esta sea una de las formas que tiene de sembrar duda antes de los secretos del desenlace. Allí, recuperando la tendencia del final travestido que se generalizó durante años con El Sexto Sentido y que dio lugar a una avalancha de cine mentiroso, nos encontramos con una eficiencia mayor de la esperada a la hora de jugar al despiste, posiblemente ayudada por una indiferencia generalizada en lo antes visto, síntoma de que sus creadores creían que el final justificaría los medios cuando estos deberían convertirse en la mayor apuesta para entretener al espectador con independencia de la soltura a la hora de hacer explosivo el último tramo.
La Biblia como pauta de juego, el Apocalipsis, el bien y el mal encarnados en carne y hueso, son instrumentos potenciados por un departamento de efectos visuales en donde el pequeño pueblo alejado del mundo vuelve a ser un temor estadounidense para los chicos de ciudad. Quien duerma con la Biblia cerca y se asuste por las prácticas de charcutería del pueblo de veraneo, podrá estremecerse con su relato. El resto se moverán entre una cierta indiferencia, sopor con sobresaltos acústicos y una discreta sorpresa por la dignidad a la hora de buscar impactos en el cierre. Y siempre dentro de la tónica que marca el argumento.