Es una pena comprobar cómo de forma recurrente las ansias pecuniarias terminan por empañar la buena imagen que se tiene de ciertas cosas. Se trata de una sentencia que, aplicada al contexto de la industria del cine norteamericana, alcanza dimensiones considerables. Si en nuestra reseña de El último exorcismo destacábamos sorprendidos el curioso resultado final del conjunto del filme, que imbuía algo de aire fresco en el viciado submundo del género de terror, ahora nos toca sin embargo desempolvar todos los tópicos negativos, habidos y por haber, relativos a las segundas partes, ya que la cinta que aquí nos ocupa solo se empeña en estirar el chicle vilmente, empeñados sus responsables en cosechar de nuevo importantes ganancias en taquilla.
Los aciertos que destacábamos en la primera parte –que, imaginamos, ahora debería renombrarse El penúltimo exorcismo– son dejados de lado en esta ocasión, siendo el más sonado el abandono a las primeras de cambio del recurso del metraje encontrado o falso documental. La opción de narrar la historia de una forma más convencional no hace sino aproximar el producto resultante a toda la pléyade de títulos de terror inanes y olvidables que llegan con regularidad a la cartelera.
También se renuncia a la dosificación de la información con la que se jugaba en la entrega precedente. Aquí sabemos desde el mismo arranque de la película, y de una forma bastante aproximada, cómo van a sucederse los acontecimientos. Es más, la primera hora de metraje se hace eterna, hasta que por fin sucede algo digno de mención. Mientras tanto podemos tratar de pasar el rato fijándonos en todo el relleno que se ha ido insertando para que finalmente se alcancen los noventa minutos de rigor, que por supuesto no compensan toda la paciencia invertida en ellos.
El detalle más irritante del filme probablemente sea el recurso casi constante a provocar infartos en los espectadores a base de sustos nada sutiles, acompañados de subidas en el sonido y la música: adiós a la sobriedad resultona de la primera parte de la saga. Y eso por no mencionar los tópicos más trillados, los trucos baratos de manual caduco, unos secundarios casi inexistentes y unas líneas de diálogo que nos hacen ver –debajo de la capa de una correcta realización– que en el fondo estamos ante una modesta cinta de serie B.
Tampoco ayuda lo más mínimo la indefinición general de lo que presenciamos, y el hecho de que en algunos tramos nos hallemos sobre todo ante una especie de drama sobre la reinserción social de un personaje (correcta Ashley Bell, eso sí) que ya aparecía en El último exorcismo. El terror atmosférico no existe, sencillamente se nos sume en una monotonía sin fuerza para repentinamente ser sobresaltados cuando al guión o al director (Ed Gass-Donnelly) les viene en gana. Una pena, pues, que esta innecesaria secuela transcurra tan desconectada en el fondo y en la forma de su predecesora, y que nos deje la triste sensación de que no aporta nada ni nos haya contado nada nuevo.