A mediados de los años 80, la industria cinematográfica nipona padecía una crisis, tanto creativa como económica, perpetrada por un agotamiento de los añejos y alargados seriales fílmicos de los 70 de las principales “majors” autóctonas y el impulso definitivo del video doméstico. Pero no hay mal que por bien venga y, fruto de ese revolucionario invento tecnológico para disfrutar del séptimo arte desde la intimidad de nuestros hogares, se ideó un nuevo tipo de filmes pensados exclusivamente para el “direct-to-video”: el famoso V-Cinema para películas de imagen real y OVA’s (Original Video Animation) para largometrajes o seriales animados, dos sellos para catalogar a miles de producciones de géneros equidistantes, ahora muy apreciados por esos coleccionistas de rarezas. Esta manera de procesar, producir y empaquetar guiones que, de otro modo, serían inviables, provocó la expansión del medio, germinando nuevas franquicias (en muchas ocasiones, clónicas y mediocres) que remontaron la industria audiovisual. Dando la oportunidad, además, a que una serie de cineastas sin demasiados recursos pudieran aprender de ese oficio que luego les recompensó con beneficios astronómicos. Hablamos, por ejemplo, de Hideo Nakata (saga Ringu), Kiyoshi Kurosawa (Pulse) o Takashi Miike (13 Asesinos). Sin embargo, hay otros realizadores y actores que no tuvieron tanta suerte y se movieron siempre entre la pantalla grande y los márgenes del respetable y respetado submundo del mercado para video (sí los productores, una vez terminado y montado el filme en cuestión, consideraban que había superado las expectativas iniciales depositadas, decidían ofrecer una “limited release” para promocionar el lanzamiento del VHS o DVD). Atsushi Muroga y Hitoshi Ozawa son dos de ellos (el primero como realizador y el segundo como intérprete asociado a productos de acción), dos hombres vinculados estrechamente a esta portentosa industria cinematográfica paralela, de la que presentamos el dueto Score (1995) y Score 2: The Big Fight (1999). Dos largometrajes de estreno limitado en su momento, con personajes que buscan la quimérica solución a sus problemas económicos: formar una banda para conseguir pasta fácil con la ayuda estimable de todo un arsenal armamentístico, característico en cualquier golpe fílmico que se precie.
Ambas comparten la misma concepción y casi la misma estructura narrativa: grupo perpetra un golpe y deben repartirse el botín en algún enclave aislado, abandonado, partiendo de la base que ese repartimiento nunca será equitativo. La discusión, a posteriori, para saber que parte le corresponde realmente a cada uno, en función de su esfuerzo, les traerá ensangrentadas discusiones. En la primera cinta (dirigida por Muroga) la fuente de la disputa es el dinero robado en un banco: un especialista atracador es obligado a ponerse a las órdenes de un ‘yakuza’, que ha pagado su fianza, para subsanar así la deuda, y para ello deberá reunir a un equipo de profesionales para dar el golpe definitivo a una entidad bancaria apartada; es en la huida cuando son interceptados por una pareja de violentos estafadores (al más puro estilo Bonnie and Clyde) y deberán proteger el trofeo en una destartalada y vieja fábrica siderúrgica. Mientras que en el segundo largometraje (del que se encargó el propio Ozawa, y que resulta muy curioso porque también sale como actor su hermano, siendo sus apariencias confundibles durante todo el metraje) es la búsqueda del dinero, escondido en un parque de atracciones (como si fuera una isla del tesoro), después de que uno de los miembros supervivientes del atraco lo escondiera ahí, la que desencadenará un choque entre mercenarios mientras son acorralados por una pareja de policías sádicos.
Sus esquemas narrativos y argumentales son muy básicos, pero cumplen a rajatabla con su función de entretenimiento barato, evasión neuronal para una noche ebria en la que no importa demasiado procesar sus tramas, sino el alcohol que podamos llegar a destilar mientras disfrutamos de cuatro tiroteos rodados con eficiencia. Y poco más. Probablemente la primera entrega esté un poco más trabajada a nivel técnico y, pese a sus limitaciones en su presupuesto, la escenificación y las imaginativas soluciones a las escasas localizaciones le dan un aire “indie” que le sienta de maravilla. Además se introducen anacronismos geográficos puestos con toda la intención del mundo: el golpe está planeado en Japón, el robo se sucede en un banco tailandés (los extras y los ambientes de los exteriores así lo dictaminan), la huida por el desierto parece una carretera secundaria del estado de Nevada y la siderúrgica parece alguna de las que pululan en la bahía de Kansai (zona industrial de Osaka y alrededores). Un conglomerado de emplazamientos incoherentes según la lógica interna de la trama, pero que dotan de cierta originalidad a un producto que muy probablemente en manos de otro ni tan siquiera nos hubiéramos planteado terminar de visionarla. Curiosamente, el espíritu rebelde, de anarquía y personajes “cool” de este primer episodio también se palpa en la algo superior La Fuerza de la Sangre (Frank A.Capello, 1995), todo un hit en los videoclubes de la época, con la “yakuza” como telón de fondo y un Russell Crowe enfrentándose a Etsushi Toyokawa (otro actor del país de los cerezos en flor que empezó en producciones independientes, “underground” o sin demasiada resonancia mediática).
De la segunda parte no hay mucho que comentar. Eso sí, no debe tomarse como una continuación directa, ni esperar demasiado de ella. Por momentos parece que los productores hubieran pretendido rodar una especie de remake de Superdetective en Hollywod (John Landis, 1994) en suelo nipón, pero en plan mega violento, lleno de sadismo, derivando en un subproducto de baja ralea, con interpretaciones justísimas y secuencias de acción que emulan a John Woo porque contienen muchas situaciones en “mexican standoff” (el encaramiento armamentístico característico impuesto por el cineasta hongkonés, por influencia de Sam Peckinpah). Sin embargo, la decepción se va apoderando de nuestras expectativas iniciales a medida que la acción va perdiendo fuelle y las secuencias más movidas se convierten en una repetición sistemática de los mismos clichés del género, tiroteo tras tiroteo. Por suerte Aya Nakamura (especializada en TV Movies) alegra un poco la vista del público masculino (en cierto modo, esta segunda parte fue pensada especialmente para un tipo de espectador viril muy concreto, hombre joven nipón soltero y que vive solo) y viene a ratificar, aun más, todo lo expuesto sobre ambas producciones: un doble pasatiempo fílmico que procura distanciarse de la mediocridad reinante en el cine de acción de segunda y tercera categoría (aunque a veces no lo consigue), con el único objetivo de distender al espectador menos exigente.
Ediciones disponibles: Score fue editada en nuestro país en DVD por Filmax, renombrado con el título de Violencia Callejera. Score 2: The Big Fight puede encontrarse en DVD en el mercado inglés al ser editada en su momento por el desaparecido sello Tokyo Bullet.