El buen ojo comercial de Luc Besson ha conseguido que el galo lleve un par de décadas contentando al público generalista, a base de realizar historias llamativas que básicamente toman como referencia los modelos norteamericanos de mayor pegada en la taquilla y luego tratan de replicar los efectos de dichas cintas en un contexto más cercano, el de la cinematografía de su país. Sus producciones para las dinámicas Transporter, o trabajos firmados por él mismo como la trilogía de Arthur y los Minimoys así lo atestiguan.
Malavita es la primera producción auténticamente americana –nada menos que Martin Scorsese es productor ejecutivo– de Besson. Si bien en otras ocasiones el realizador ya había contado con actores de habla inglesa, en esta ocasión el único punto de conexión con su tierra natal es la Normandía donde se exilia una familia de mafiosos en la enésima fase de un programa de protección de testigos donde no se sienten demasiado a gusto. Las expectativas adquieren un tinte curioso cuando nos enteramos de que Robert De Niro encarna al patriarca.
Sin embargo, lo que podía haberse convertido en un ejercicio autorreferencial, repleto de guiños a cintas del género de gangsters –apenas uno hay, en un cinefórum que a la postre se convierte en el único momento memorable del conjunto– termina no encontrando un tono adecuado. A fuerza de bascular sin tino entre la comedia costumbrista (con burdos tópicos acerca de las diferencias culturales de todo tipo entre los franceses y los propios norteamericanos), el humor negro, el drama y la acción violenta, los espectadores terminamos francamente descolocados, algo aburridos y con el chasco de ver que las expectativas arriba mentadas han terminado por los suelos.
Y es que, si bien la premisa podría haber sido bien desarrollada aplicándole más esmero, o directamente en otras manos, al problema de falta de definición debemos sumar la poca credibilidad de casi todo lo que ocurre –la forma en que los enemigos de la familia los localizan, por ejemplo–, lo mal explicadas que están ciertas situaciones –todos los habitantes del pueblo hablan un inglés exquisito, incluso entre ellos– y la alarmante falta de garra del conjunto, que se disuelve entre subtramas irrelevantes (los dos hijos adolescentes) y personajes dibujados a trompicones (Michelle Pfeiffer va dando tumbos todo el metraje).
Incluso el juego que se propone con De Niro explicando en off sus vivencias termina en nada, carente de gancho y con intervenciones planas que en manos de alguien más capaz –aquí nos viene a la cabeza el libreto de Shane Black para la brillante Kiss kiss bang bang– nos hubieran provocado más de una risa. Una pena.