Documental que enaltece una manera de vivir propia, visto el panorama, de las ficciones más fantasiosas
Los primeros instantes de este documental centrado en Carlos Cristos, un médico y divulgador científico a quien se diagnosticó con cuarenta y siete años una atrofia degenerativa y terminal, muestran al equipo técnico del film instalándose en casa del afectado y al realizador Antoni P. Canet dándole instrucciones sobre cómo debe comportarse frente a la cámara. Cerca del final, la presencia del director vuelve a hacerse notar con un abrupto “¡Corten!” justo cuando Cristos acaba de concluir su soliloquio más emotivo: “Mientras haya música seguiremos bailando y, si es posible, con una sonrisa”.
Con tales estrategias parece que Canet quisiese recordarnos que los documentales también tienen un carácter representativo e ideológico, y subrayarnos la opción que él ha escogido: convertir a Cristos, de quien es amigo y a quien considera “un personaje increíble y potente sumido en una intensa situación dramática”, en el protagonista de “un viaje que explora todas las facetas de la dignidad en la vida y en la muerte”.
De modo que tras pasar Canet con el enfermo una semana de cada mes entre 2003 y 2006, y filmar con él más de setenta horas de metraje, lo que vemos en la sala de cine es una ficción; una cinta del género “enfrentamiento optimista con lo inevitable” que habría discurrido por senderos muy diferentes de haber incluido la muerte de Cristos –como él quería- o si se hubiese hecho caso omiso de su mujer, Carmen Font, que opinaba que al principio la película era “un poco fúnebre”. En fin, bastaría con aportar el dato de que durante los diez meses que ha durado su montaje se sucedieron hasta dieciséis versiones de Las Alas de la Vida.
Con esto no se pretende ironizar sobre la película, sino sobre esa entelequia manipulable llamada “documental”. De hecho, una vez asumido que Las Alas de la Vida es una ficción del género citado, sólo merece alabanzas. No por sus escasas, inevitables concesiones a lo sensiblero, ni por sus reflexiones en torno a la aceptación de la enfermedad, la búsqueda de la felicidad en las peores circunstancias, el testamento vital o la eutanasia, que ni en boca de Cristos ni en las de sus conocidos llegan a adquirir demasiada profundidad. Lo que emociona de Las Alas de la Vida es el descubrimiento de la inquietud intelectual de Cristos; su actividad como cooperante; su compromiso con la medicina, que le ha impulsado a escribir, y cuando ya no se valía por sí mismo a dictar, un diario sobre su decaimiento físico para que otros se beneficien de su experiencia; y sus cualidades añadidas como inventor, músico y deportista. Es decir, sus anhelos de trascendencia diaria como ser humano a través de la generosidad, la inteligencia y la creatividad. Las únicas características que nos distinguen como especie en un universo ciego y primario.
Esta apuesta, tan inusual en un medio como el cine, ligado habitualmente, y más en un tema como éste, a la banalidad y los simulacros emocionales, convierte Las Alas de la Vida en una película tan singular como El Aceite de la Vida (1992) o la reciente Murderball, obras marcadas igualmente por su escasa paciencia con las autocomplacencias psicomelodramáticas, y por su llamada al uso del cerebro y los cojones para afrontar la adversidad y para prestar a la vida y a la muerte el valor del que carecen por sí mismas.
Según su esposa, la única obsesión de Cristos ha sido “conseguir que la película sirviera para algo”. Por otra parte, el propio afectado confiesa que no cree en el más allá, pero que sí tiene la esperanza de que en el último segundo de su existencia aparezca esa luz al final del túnel que brinde un sentido retrospectivo a su devenir. Ambos pueden estar tranquilos. Esa luz ha atravesado y atravesará decenas de salas oscuras, sembrando en los ojos de los espectadores inquietos el germen de una manera plena de vivir. La elección representativa de Canet ha sido acertada.