Encho Sanyutei fue un escritor y dramaturgo del siglo XIX que se dedicó en cuerpo y alma a recopilar viejas supercherías y cuentos fantasmagóricos de tradición oral. Con su erudita prosa los plasmó en pequeñas novelas o relatos cortos, cuyo valor literario trascendió por su adaptable trama a otras disciplinas artísticas, como el teatro y en cines, perpetuándose hasta nuestros días. Uno de esos cuentos que más han calado en el horror cinematográfico fue La Poza de Kasane, cuya versión novelizada por este autor data de 1859 (Shinkei Kasane Ga Fuchi) y era recitada en teatrillos por un orador que la iba narrando de forma minuciosa y misteriosa, enfatizando en esos aspectos más macabros. De hecho, este autor indició en la morbosidad escabrosa de la leyenda urbana y como tal fue preservada en sus distintas versiones fílmicas (en total se han realizado media docena, una muda la rodó el propio Kenji Mizoguchi, en 1926). La versión que presentamos hoy es la más contemporánea de todas: Kaidan (2007), que fue afrontada por un Hideo Nakata que necesitaba recuperar su estatus quo dentro de la industria cinematográfica autóctona y cuyo título hace honor al género al cual pertenece, es decir, las viejas historias con componente sobrenatural, obviando el anunciado de la fuente original con un claro propósito comercial y para diferenciarla de sus precedentes y homónimas traslaciones fílmicas.
Una hermosa maestra de canto, huérfana, regenta una de las escuelas más prestigiosas de todo Edo, pero cae en el influjo de un comerciante joven, algo libertino, y se enamora de él. A consecuencia de un fortuito accidente, la profesora termina con una herida en la parte izquierda de su rostro, herida que, lejos de cicatrizarse, irá supurando hasta convertirse en una horrenda protuberancia. El comerciante, que descubre horrorizado que su progenitor fue el responsable de la muerte del padre de la maestra, decide huir del lugar, no sin antes seducir a una cortesana, llevándosela consigo en su obligado viaje. Sin embargo, antes de morir, la institutriz jurará que perseguirá a todas las amantes de ese apocado mercante y así lo hará, de forma espectral, hasta la poza en la que fue abandonado su padre. Nakata, el otrora realizador de Ringu (cuya novela, escrita por Kôji Suzuki, se inspira ligeramente en este relato y dos más: Tokaido Yotsuya Kaidan y Banchô Sarayashiki) sigue a rajatabla la versión de Sanyutei y sus sutiles variaciones argumentales, alejándose en su puesta en escena de los preceptos espaciales del teatro kabuki (formato ideal para su adaptación y así fue en multitud de ocasiones), pero respetando su esencia en algunos pasajes, con un tempo pausado y aletargado, variaciones espacio-temporales secuenciales muy bien definidas y una planificación sostenida por la elegancia y la esteticidad, con planos estáticos no muy alargados y una composición milimétrica de los mismos que hacen palidecer por su efectismo formal.
El realizador evita que su versión caiga en los tentáculos del terror de fantasmas posmoderno, pero su puesta en escena, en su contra y pese a su perfeccionamiento técnico, resopla un clasicismo de telefilme, de esos “TV doramas” de época que se proyectan semanal e ininterrumpidamente en las cadenas generalistas japonesas. Parece como si hubiese querido perder a propósito su estilismo formal para emular a los grandes maestros del fantástico nipón que también adaptaron el relato terrorífico original (como Nobuo Nakagawa en 1957, y a quien más le debe esta versión), sin caer en la cuenta de que las maneras de rodar han variado sustancialmente desde entonces, inclusive los métodos artísticos para lograr crear ambientes lúgubres. Estamos de acuerdo en que se debe respetar la fuente original, pero simplemente preservando su esencia no es suficiente; si los fotogramas no tienen alma, no consiguen atraernos a ese tardío período medieval de la historia japonesa, en que asustar formaba parte del clima prerrevolucionario de la apertura definitiva del país y formaba parte del efecto catártico de tres siglos de oscurantismo hermético insular.
Nakata se dejó llevar por el embrujo del estanque de Kasane donde transcurre parte de la trama (que se puede traducir como “reproducción de un mismo acontecimiento”) y eso produjo que su versión quedase lastrada por algunos manierismos fallidos del cine de terror japonés de antaño y otros del contemporáneo. No tanto de los mecanismos a los que el director nos tiene habituados para asustarnos, aunque hay que reconocer que para este filme nunca terminan de funcionar; fallidos porque de forma metafórica se repiten hasta la saciedad como si el propio guión estuviese maldecido por el cuento original (la aparición de las serpientes, el punto de vista subjetivo de la fantasmona desde la azotea del hogar de la segunda esposa, abusa del cliché de los rostros desfigurados para sorprender a la platea, etc.). Por suerte, los sustos fáciles nunca han sido el sello de identidad de Nakata (a su favor hay que decir que sólo hay un par, que no desvelaremos) y rehuyendo de ellos puede desenvolverse mejor en el tono macabro del cual se nutría el relato original para transportar a los lectores a esos temidos mundos del más allá. Aunque a decir verdad, ese ambiente tétrico se vea un poco rancio en su conjunto, más por culpa de la apatía del realizador que no de su inevitable anacronismo. Si hubiese eludido el formulario escénico y narrativo, que practicaban los viejos maestros del terror fílmico japonés, la escenificación no se vería tan anticuada como luce en pantalla, ganando en intensidad dramática, pues la gracia del relato original era el desquiciamiento del marchante a medida que evolucionaba la trama y el tono macabro que adoptaba la historia una vez se manifestaban los entes como entidades malévolas. En su lugar prima el relato amoroso y una evolutiva decadencia argumental que desemboca en un clímax muy sangriento (algo que cazaba con el estilo grotesco que se destilaba en algunas obras pictóricas, como los “ukiyo-e” de temática criminal o “muzan-e”).
Tal vez el mejor aspecto técnico de esta enésima adaptación de un relato espectral inmutable al paso de los años, en la que se planteaba la imposibilidad de escapar del mal karma, sea su iluminación. Su adecuación lumínica al patetismo trágico del espíritu rencoroso le da un contrapunto a la lógica falta de originalidad y jugando con esos focos irreales, que intentan captar la luz de la época Edo, seduce por su artificialidad y complementa su empobrecida narración. Esa iluminación vanidosa es el mayor logro técnico y la que marca diferencia con respecto a otras adaptaciones anteriores, alejándose de la futilidad del horror y la falsedad lumínica irreal que se expresaba a través de esos juegos de focos que irrumpían de repente encima del escenario o escondidos detrás del atrezo de los filmes de antaño. Eran como fuegos fatuos simulados que ahora no asustan si no es por la complicidad del espectador y que permiten adentrarnos en el folklore fantástico de una forma antropológica, diríamos que incluso melancólica para todos los que amamos la cultura nipona en sus más variadas acepciones artísticas. Otro detalle acertado es el de incluir un narrador como personaje más, y aunque prácticamente su presencia escénica se extralimita al inicio del metraje, su voz en off se incluye en varios pasajes, homenajeando de forma nostálgica a los oradores de “yose” (esos teatrillos en los que un único actor narraba la historieta, haciendo hincapié en los aspectos más destacables de forma gestual; “Kasane” había sido relatada en este tipo de dramaturgia). Perpetuar el relato original parece ser, pues, su único objetivo. De todos modos, sus carencias artísticas o técnicas no deberían ser ningún impedimento para dejarnos hechizar por esta “kaidan eiga”, este viejo cuento de fantasmas budista que, como el karma, ha pervivido durante varios siglos para seguir asustando como el primer día.
Ediciones disponibles: fue editada en DVD por Filmax sin extras destacables.