Una pena, eso sí, que después de la impecable trilogía de El Señor de los Anillos casi todo nos suene a ya visto.
Segunda entrega de un proyecto que nació lastrado por el peso de su traslación a la pantalla en forma de –a todas luces exagerada– trilogía. Recurriendo a las palabras que hace un año redactaba por estas mismas fechas nuestro compañero Diego Salgado a propósito de la primera parte, nos reafirmamos en la sensación de que estamos ante “otra película interminable sobre gente andando por paisajes maravillosos, a la que de vez en cuando atacan criaturas monstruosas, camino siempre de un escenario en el que tendrá lugar la consabida y pesadísima trifulca final entre el Bien y el Mal.”
La crítica ha reconocido de forma generalizada que La desolación de Smaug supone un avance respecto a Un viaje inesperado. El buen pulso de Peter Jackson para dirigir las escenas de acción podría ser una buena justificación, así como también el hecho de que en esta segunda parte nos metamos de lleno en el meollo del libro de Tolkien, aumentando la intensidad de lo narrado y prescindiendo de prólogos que únicamente suponían un relleno del ya de por sí suficientemente alargado metraje.
No vamos a negar que se mantienen los rasgos propios de las adaptaciones del novelista sudafricano por parte del otrora orondo realizador australiano, firmante en los arranques de su carrera de títulos tan poco solemnes como Mal gusto (1987) o Braindead (Tu madre se ha comido a mi perro) (1992). Es fácil quedar extasiado ante los paisajes y los diversos escenarios que se despliegan ante nuestras retinas, y tampoco cuesta demasiado dejarse arrastrar y deslumbrar por la alborotada acción que se apodera de un buen número de pasajes de la cinta.
La épica funciona, todos los aspectos técnicos rinden al nivel habitual, las partes de narración que alargan el relato original más o menos agradan –mención especial para los elfos Tauriel y Legolas, pese a lo mucho que puedan despotricar de su inclusión aquí los fans acérrimos del universo de Tolkien– y se alcanza la abrupta conclusión del film con la sensación de que se nos ha pasado en un suspiro, pese a los bajones de ritmo (extraños triángulos amorosos incluidos) que inevitablemente nos llevan a divagar y a desconectar en cierto sentido de lo que está pasando ante nuestros ojos.
Una pena, eso sí, que después de la impecable trilogía de El Señor de los Anillos casi todo nos suene a ya visto (y a de inferior enjundia), que ante el abuso de los efectos especiales y los personajes generados por ordenador nos sintamos tentados de ponernos a buscar rastros de croma por las esquinas de la pantalla, y que escenas tan abigarradas como la huida en barriles por el río pudieran pasar perfectamente por un videojuego en el que no tenemos opción de controlar los mandos. Por eso lo que persiste al final es similar a lo que podemos experimentar en las montañas rusas de cualquier parque temático: un dinamismo exacerbado que quizá incluso llegue a hacerse corto, pero que deja un regusto de vacío a su conclusión.