Parece bastante claro que lo que mueve al norteamericano Darren Aronofsky a la hora de hacer cine es, ante todo, retratar las obsesiones de ciertos personajes que se aproximan peligrosamente a lo malsano. Si en su debut Pi se optaba por hablar de la relación entre la naturaleza y las matemáticas, y en Réquiem por un sueño nos adentrábamos en los mecanismos que llevan a la adicción a todo tipo de sustancias, La fuente de la vida se mueve en círculos alrededor de un mismo personaje y tres de sus encarnaciones (o esa impresión prevalece al final), todas ellas obsesionadas con hallar un modo de preservar la juventud del ser humano, y con ella a la persona amada.
Por un lado tenemos a un soldado de la España medieval que parte a la búsqueda de un árbol que da la vida eterna. Por otro el personaje central de la trama, un científico actual que intenta dar con una cura para la enfermedad de su esposa. Finalmente, otra de las personificaciones del protagonista es un peculiar ser que se desplaza por el espacio en el interior de una enorme burbuja.
Destacar ante todo que el argumento (del que durante la complicada génesis de este producto –seis años– se ha realizado también un cómic, guionizado por el propio Aronofsky) se agota a los pocos minutos de iniciarse el film, y si no se ve abocado al aburrimiento más atroz es debido a la alternancia de líneas argumentales, recurso que ayuda al espectador a estar atento a cada nuevo salto que se da entre personajes y épocas. Además, es Hugh Jackman el que carga con el peso de la narración, y el actor australiano puntúa con buena nota ante el difícil reto.
El estilo visual de Aronofsky (pantalla partida, bombardeo de fotogramas, etc.) se atenúa mucho respecto a sus obras anteriores y prescinde de bastantes de sus recursos habituales, creando un ritmo más pausado que envuelve al espectador. Sin embargo, en algunos pasajes el montaje resulta torpe, sucediéndose con demasiada rapidez una serie de planos que no acaban de casar bien con la pretendida lentitud que se quiere transmitir. Por lo demás, el cineasta siembra sus imágenes de oscuridad y de primerísimos planos de los dos protagonistas, creando un ambiente algo enfermizo que da pie a una lograda sensación de claustrofobia.
Se ha dicho que el guión de La fuente de la vida es inextricable, aunque lo cierto es que no cuesta demasiado ir uniendo las piezas del puzzle que andan diseminadas a lo largo del metraje para dar con el dibujo general al que pretenden dar forma. Eso sí, el director se empeña en rematar la película con una larguísima secuencia donde el ritmo se acelera un poco y ciertas imágenes se repiten en demasía (quizá de modo innecesario), como intentando crear sin excesivo acierto una traca final que nos deje extasiados.
Si “la muerte es el camino al asombro”, como se afirma casi al principio de la proyección, entonces La fuente de la vida es una senda que nos dirige hacia dos destinos posibles: el empacho new age (la música de Clint Mansell no ayuda mucho a evitar ese tufillo), o bien a considerar la tercera película de Aronofsky como un producto tan inclasificable, ambicioso e inusual que no corresponde a los mortales juzgarla.