Acostumbrados a la regularidad con que los hermanos Coen nos hacían llegar sus nuevas películas, resulta casi inédito en su filmografía que hayan transcurrido tres años desde su anterior Valor de ley hasta este nuevo estreno. A propósito de Llewyn Davis nos sitúa en la década de 1960 y nos muestra a un cantante de música folk que abandona Nueva York para embarcarse en un viaje que le llevará hasta Chicago, donde espera encontrar una oportunidad que le permita cambiar el rumbo de su carrera artística.
Hay que alabar la capacidad de los directores para crear la atmósfera más adecuada para la historia, apoyándose en la fotografía mortecina de Bruno Delbonnel, así como en su propia capacidad cinematográfica, que se ha ido puliendo de manera exquisita a lo largo de los años. La factura que saben imprimir a sus productos traspasa la pantalla y convierte sus obras en algo claramente reconocible, más allá del argumento al servicio del cual trabaje en cada ocasión.
El filme posee dos caras bastante diferenciadas. En un primer tramo los agudos diálogos y el humor negro habituales en los Coen sustentan la biografía de este oscuro cantante que vive con más pena que gloria, mientras que posteriormente el drama existencial, la melancolía y el intimismo cobran más importancia, y caen sobre el espectador como un jarro de agua fría la tristeza y la amargura asociadas al fracaso que experimenta nuestro protagonista.
De nuevo reconocemos los toques surrealistas a los que tanta querencia tienen los realizadores, así como un buen surtido de personajes secundarios que enriquecen lo narrado (mención especial para el gato). Y pese a que se agradece que se hayan implicado emocionalmente más que en otras de sus cintas, también es cierto que no pueden evitar un tono de frialdad y distanciamiento que convierte el resultado final en algo que costará digerir por parte del público mayoritario. Tal y como nos lo presentan es harto complicado empatizar con el protagonista o entusiasmarnos con sus vivencias, pero por otro lado la sensación de desasosiego que logra provocar este peculiar elogio de la derrota, con su tristeza subterránea y enigmática –pero elegante y cautivadora, a fin de cuentas– es sin lugar a dudas un buen motivo para dejarse atrapar por la nueva película de los Coen.