Si al hilo de El único superviviente en esta publicación hablamos en más de una ocasión de lo que facilita para la producción de una película bélica realizar un discurso próximo al proselitismo militar, existe la incómoda posibilidad de plantearse cuánto facilita a la hora de planificar nuevos proyectos que una determinada trama se desarrolle en la segunda guerra mundial.
Ciertamente, a quienes padecieron la opresión nazi les debió resultar inimaginable cuánta rentabilidad iba a alcanzar su sufrimiento en las siguientes décadas en la gran pantalla, cuántas de sus penurias serían consumidas a ritmo de palomitas sin que la audiencia diera muestras nunca de agotamiento. A partir de ahí, se puede hablar de la posibilidad de un lobby judío financiando su subrayado de la historia, del potencial dramático de un lugar conocido unánimemente culturalmente (y al que las sucesivas vueltas de tuerca no hacen sino reforzar como escenario potente), o simple y llanamente, de falta de ideas, de apostar al caballo ganador.
Sea como fuere, La ladrona de libros mezcla con desigual acierto lugares comunes en un planteamiento al que en ocasiones se le ve excesivamente el mecanismo, en tanto que en otras parece discurrir con naturalidad y dar sentido a su mensaje en defensa de los valores de la literatura: una niña que no sabe leer, un judío protegido en el sótano, un puñado escaso de personajes rebeldes frente a un mundo que camina hacia el sumidero con tal de no salirse de la fila…
Una labor de producción acertada -con la inevitablemente destacada labor de John Williams- y un casting con actores infalibles como Geoffrey Rush, convierten las dos horas de andanzas de la adaptación del libro de Markus Zusak en una propuesta a la que es inevitable negar demasiados momentos de sensiblería poco elaborada y una falta de habilidad para aportar sutileza sobre la reiteración de ideas. Con todo, una apuesta digerible –y probablemente olvidable– a la espera de la siguiente candidata a película sobre el antisemitismo del año.