A todos aquellos a los que les seducen las historias de héroes de viñeta, de hombres con poderes sobrenaturales con que ayudarse en la defensa del orden justo, en la resolución de eternos problemas cocinados por puras representaciones del incansable mal: aquí está la segunda parte de los X-Men, esa delicia para el eterno adolescente, para el nostálgico del sabor del papel inyectado en tinta justiciera donde las virtudes del clásico hombre de mayas, se distribuían en grupo con una historia mutante basada en una supuesta evolución.
Siguiendo el camino marcado por la primera entrega, su director, supuesto profano en la materia -verdaderamente inconcebible- remarca la tensa separación entre hombres y mutantes, dividiéndose estos últimos entre los que quieren un mundo para todos, y los que apuestan por una imposición de la nueva especie. Sirve esta ocasión para presentar nuevos personajes, urdir una trama en que más allá de la simple persecución de una meta malévola y devastadora, y de elaborar un camino para evitarla, se aporta el componente psicológico del inadaptado, del temeroso ante lo extraño, en fiel reflejo de lo aportado por el venerable Stan Lee.
Con todo, el núcleo verdadero de algo así son los momentos de acción, en ritmo creciente, con una aparición gradual y que permite aplastantes luchas de efectos visuales con que recrear lo dibujado. La aportación de respeto acompaña en el avance al climax final, unión de los diversos focos de tensión en que a nivel personal y colectivo, el mundo se ve involucrado en un repertorio de situaciones que rizan el rizo, lo llevan al extremo, y en la extenuación, tras el término de la segunda hora salvaje, algunos quedarán eternamente agradecidos, en tanto otros se preguntan quién cree en esas necias historias de cuento fantástico que sólo alimentan sueños inmaduros.
Unos cuantos disfrutamos con ellas, para qué engañarse.