Sexto largometraje del independiente norteamericano Tom DiCillo, tan bienintencionado y prescindible como los anteriores
Los plumíferos de tercera división deberíamos adoptar al cineasta norteamericano Tom DiCillo como santo patrón. Cualquiera, en fin, al que no avergüence su medianía en el desempeño del oficio que ama, tiene en DiCillo un modelo a seguir.
El guionista y director de Delirious tuvo su momento de gloria cuando, hace ya más de diez años, cabalgó junto a Todd Haynes, Gregg Araki, Edward Burns, Alexandre Rockwell, Gus Van Sant y otros muchos la penúltima ola de cine independiente norteamericano. Sus primeras películas, Johnny Suede (íd. 1991), Vivir Rodando (Living in Oblivion, 1995) y Caja de Luz de Luna (Box of Moon Light. 1996) –que llegó a competir en el Festival de Venecia- atrajeron el interés de la crítica internacional por su conjunción de drama y comedia, por sus retratos de personajes en crisis, y por su atención hacia las paradojas de la condición humana contemporánea, escindida entre el reconocimiento de las propias miserias y los espejismos que ofrecen paraísos más o menos artificiales como el de la industria del espectáculo, con la que DiCillo ha trasteado en al menos cuatro de sus ficciones.
El fracaso de Una Rubia Auténtica (The Real Blonde. 1997) constituyó el principio del fin para DiCillo, incapaz de sobrevivir en un mercado indie para el que Quentin Tarantino, Steven Soderbergh o Todd Solondz empezaban a dictar unas pautas mucho más sofisticadas. El humanismo cómplice y un tanto blandengue de DiCillo, al que han prestado sus rostros actores tan idiosincrásicos como Steve Buscemi, John Turturro, Sam Rockwell y Matthew Modine, y que halla un reflejo pertinente en lo romo de sus puestas en escena, desvelaba sus muchas limitaciones pasada la novedad. Doble Contratiempo (Double Whammy. 2001) tuvo en España un estreno cinematográfico fantasmal, y aprendimos a asociar el nombre de DiCillo a capítulos de teleseries como Monk (2001) o Ley & Orden (2006-2007).
A DiCillo le ha costado cuatro años sacar adelante Delirious. Dice que al conseguir que Steve Buscemi la protagonizase “ambos lloramos”. Cuando termina la película uno se pregunta, como en el caso de Vivir Rodando o Una Rubia Auténtica, ¿eran necesarios tantos desvelos? Se trata nuevamente de una comedia dramática, esta vez en torno a la asociación de Les Galantine (Buscemi), un fotógrafo de esos que va persiguiendo famosos, con Toby (Michael Pitt), un aspirante a actor que duerme en la calle. Les se aprovecha laboralmente de Toby hasta que el joven se enamora de K’Harma (Alison Lohman), una superestrella del pop.
Se suceden unos enredos que no son de por sí lo bastante divertidos ni sirven, como parece en principio, para ajustar cuentas con el periodismo sensacionalista y con los modos de la cultura de masas; un tema sobre el que, como ha apuntado certeramente el crítico Óscar Pablos, existen referentes inevitables como La Dolce Vita (íd. Federico Fellini, 1959) o Celebrity (íd. Woody Allen, 1998). Por el contrario, el guión de Delirious se muestra tan progresivamente ambiguo que no sabemos si en realidad DiCillo siente envidia de no codearse con la beautiful people del espectáculo, o si es la senilidad la que le induce a ser benevolente con las circunstancias. Algo que subraya un final (atención, pasados los títulos de crédito) que parece sacado de un cuento de hadas.
Hasta entonces Delirious va dando bandazos entre la accidentada amistad de Les y Toby y las andanzas de este último con K’Harma, sin que al espectador le conciernan ni una relación ni otra. Aunque puestos a elegir hubiéramos preferido un mayor desarrollo de la primera, que se cierra, como todo en la película, en falso.
No nos extrañaría que DiCillo tardase otros cuatro o cinco años en encontrar financiación para su próximo proyecto. El problema es que no vamos a echar de menos su ausencia. Como tampoco se echaría de menos la nuestra. Lo señalábamos al principio, el cine de este hombre es una cura de humildad.