Recreación de un conocido caso criminal que complementa versiones previas al ofrecer una mirada diferente sobre los mismos hechos reales
Se cuenta que mientras era arrastrado a la silla eléctrica Raymond Fernández gritaba "¡Que quede bien claro, quiero a Martha! ¡Qué sabéis vosotros sobre el amor!" Martha Beck, mientras, declaraba a la prensa: "Mi historia de amor con Raymond es una verdadera historia de amor. Pero sólo los torturados por ese sentimiento sabrán lo que quiero decir... Estar en el corredor de la muerte tan solo intensifica mi pasión por él".
Tiene todavía muy buena prensa este tipo de amor, especialmente entre las mujeres. El amor fou, desbocado, que no atiende a razones ni respeta a nadie que no sea el elegido. Un amor en el fondo calculado, porque justifica a ojos propios y de otros muchos el egoísmo más atroz, la satisfacción narcisista más deplorable. Un amor sin otro sentido real que el de la perpetuación de una especie obligada, por instintos que algunos pretenden convertir en nuestra esencia porque personalmente no dan para más, a seguir como escribió Arnon Grunberg "el rastro viscoso del caracol que llamamos pasión".
Raymond Fernández y Martha Beck siguieron gustosamente ese rastro viscoso, al que contribuyó la sangre de sus víctimas, en los Estados Unidos posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Ray se carteaba con viudas de guerra, separadas y solteronas que escribían a las secciones de contactos de los periódicos buscando su media naranja, su alma gemela. Si disponían de dinero o propiedades, embaucaba a las infelices para que se casasen con él y le legaran los bienes en vida. Después, con la ayuda de Martha, las mataba. Los “asesinos de corazones solitarios”, como fueron bautizados por unos medios que en la época hicieron del suceso un culebrón popular, fueron capturados en 1949 y ejecutados dos años después sin que en ningún momento mostrasen arrepentimiento por sus crímenes ni se planteasen la verdadera naturaleza de su relación.
Semejante historia real no podía escapar a las garras del cine, y lo cierto es que esta cinta del guionista y director norteamericano Todd Robinson cuenta con al menos dos antecedentes, del todo recomendables: Los Asesinos de la Luna de Miel (The Honeymoon Killers), escrita y realizada en 1970 por Leonard Kastle con Tony LoBianco y Shirley Stoler como protagonistas; y Profundo Carmesí (1996), con Daniel Giménez Cacho y Regina Orozco dirigidos por el mejicano Arturo Ripstein. Antecedentes que pesarán en la valoración de Corazones Solitarios. Aquellos films dejaban que las miradas desquiciadas de los amantes asesinos condujesen la narración, y primaban la sordidez y el paroxismo emocional consustanciales a los hechos. Lo que desembocaba en ambos casos en un desgarro formal y un maniqueísmo existencial que el público ávido de emociones fuertes, de pasiones bigger than life, pudo disfrutar sin que molestas reflexiones en torno a las implicaciones de los acontecimientos viniesen a perturbar la intensidad del romance. Como en la vida misma.
A Robinson le basta en cambio como guionista una estrategia sencilla para obligar a pensar sobre los mismos hechos y sembrar la incomodidad en el patio de butacas, logrando que una película made in Hollywood, convencional por tanto en numerosos aspectos de su producción, enriquezca y cuestione ejemplos de cine de culto o de autor como los de Kastle y Ripstein. Corazones Solitarios también recrea las peripecias de Martha (interpretada por Salma Hayek con sorprendente credibilidad) y Raymond (un Jared Leto que disfruta, como en El Club de la Lucha y La Habitación del Pánico, desfigurando y ridiculizando su atractivo). Pero las alterna con las investigaciones que llevan a cabo las autoridades, alarmadas ante las repentinas desapariciones de varias mujeres casadas precipitadamente. Y esta nueva perspectiva a través de los ojos del detective de homicidios Elmer Robinson (John Travolta, en un rol inspirado por el abuelo del director), atormentado por el suicidio de un ser querido que su carácter estólido no ayudó precisamente a evitar, permite confrontar dos maneras de sentir el amor.
¿Es lícito aspirar a la felicidad a toda costa? ¿Es soportable la infelicidad que conlleva renunciar a las pasiones? Corazones Solitarios debate estas cuestiones sotto voce, con un estilo sin duda funcional, para nada innovador, que fía su efectividad a la corrección de la fotografía, el montaje y la dirección artística. Un estilo que no sabe camuflar la deficiente construcción de los personajes encarnados por Laura Dern, Scott Caan y James Gandolfini (poco más que un narrador en off) y que apenas deja imágenes para el recuerdo. Y, sin embargo, en esa aparente medianía reside también el secreto de Corazones Solitarios, pues sus fotogramas límpidos y enhebrados artesanalmente dejan espacio para que respiren cuestiones que nos atañen como personas y que son asfixiadas en tantas propuestas obscenamente emocionales que saturan los multicines y no tantas propuestas estruendosamente formalistas que esterilizan salas minoritarias y filmotecas.
La película de Todd Robinson se halla en tierra de nadie. El único lugar en el que hoy, como siempre, reside la esperanza de toparse con una veta de celuloide, de pintura, de escritura, que sepa descifrar las paradojas de la condición humana gracias a un largo tiempo de aposentamiento y cristalización en soledad.