Han querido las circunstancias que en un período de tiempo relativamente corto, apenas un par de años, hayan pasado por la cartelera una serie de películas de ficción que comparten un rasgo común, el de estar dedicadas a relatar aspectos relativos a la gestación de ciertas cintas que han pasado a los anales del séptimo arte. Si Hitchcock o The Girl se centraban en sendos filmes del orondo mago del suspense (Psicosis y Los pájaros, respectivamente) y Mi semana con Marilyn retrataba los avatares de la rubia platino durante la filmación de El príncipe y la corista (Laurence Olivier, 1957), ahora llega el turno de Mary Poppins (Robert Stevenson, 1964).
Al encuentro de Mr. Banks es un producto exquisitamente diseñado para complacer a un público generalista que se deje embaucar por los relatos que maquillan la realidad para hacerla parecer más hermosa. Al igual que en los mundos de fantasía de Walt Disney, la película transforma la historia de cómo la escritora australiana P. L. Travers cedió los derechos cinematográficos de su novela para que, tras pasar por el filtro inmisericorde de la maquinaria de Disney, terminara convertida en un éxito clamoroso que con el paso del tiempo ha devenido en un clásico.
Colaboran en la tarea de embellecimiento un libreto resultón que incluye unos cuantos chistes y momentos ingeniosos, unos personajes bastante bien definidos, un reparto espléndido –cuesta no disfrutar con la labor de cualquiera de los actores principales–, un estilo de narración bien clásico que entra sin problemas, así como un envoltorio reluciente: fotografía, música, decorados... todo contribuye a que sea fácil dejarse embaucar por esta fábula bienintencionada que nos muestra ciertos entresijos de la industria cinematográfica.
Sin embargo, habrá quien quiera rascar por debajo y averiguar que, al contrario de lo que nos muestra la película, Travers siempre renegó de la adaptación que llevó a cabo Disney de su libro, ya que pervertía el sentido último del aquel. Algún apunte hay en Al encuentro de Mr. Banks –se comenta que Mary Poppins no debía resolver los problemas de los niños, sino que servía para enseñarles a madurar y a valerse por sí mismos–, pero según avanza el metraje estos comentarios se diluyen y solo queda espacio para la concordia entre cineasta y escritora, algo que a todas luces supone una flagrante licencia artística para lograr un final feliz que satisfaga a un público generalista.
Dejando a un lado el excesivo endulzamiento del duelo entre Disney y Travers, queda todavía una segunda película paralela que nos narra la infancia de la novelista, muy relacionada con su padre, una niñera y un detalle significativo: la creación de mundos de fantasía para escapar de la realidad, algo que la propia Travers adoptará como modo de vida. Sin embargo, y pese a su posible interés, estos flashbacks rompen el ritmo y el ingenio del resto del film y no aportan nada de auténtico interés, ya que todo lo que incluye es un melodrama demasiado obvio y alargado que podría pasar por mero telefilme de sobremesa.
Así pues, estamos ante un entretenimiento comercial hábilmente pensado para complacer a espectadores con facilidad para ser embaucados, pero que peca de larga, empalagosa y cursi, además de idealizar y endulzar hasta el extremo unos hechos que –es de dominio público– no sucedieron así. Pero claro, la historia la cuentan los vencedores y esta cinta viene de la mano de la propia Disney.