Habida cuenta de los descalabros artísticos –que no pecuniarios– de diversas películas recientes dedicadas a adaptar ciertos juegos y muñecos, verbigracia Battleship o las franquicias cinematográficas de G.I. Joe o Transformers, nos quedaba la incertidumbre de ver cómo se transformaría en celuloide un juguete de tanta solera como las piezas de Lego, con casi un siglo de existencia a sus espaldas. Y lo cierto es que la tripleta formada por Philip Lord, Chris Miller y Chris McKay –busquen sus nombres en comedias gamberras como Infiltrados en clase, desprejuiciadas cintas de animación como Lluvia de albóndigas o perlas televisivas irreverentes como Brooklyn Nine-Nine o Robot Chicken– han logrado aprobar con nota.
La base argumental de La Lego película –aberración lingüística habemus: ¿por qué no Lego, la película?– vendría a transcurrir en paralelo a la pergeñada por los hermanos Wachowski para Matrix, ya que de nuevo se recurre a la sobada premisa del Mesías o Elegido que, profecía mediante, se anuncia como salvador del mundo ante el perverso sistema establecido. Eso sí, pronto este armazón queda disimulado bajo toneladas de piezas de plástico que se mueven a toda velocidad por la pantalla, logrando sumergir al espectador en un frenesí arrollador que apenas se toma respiros.
Echando mano de una animación que combina el stop motion con las técnicas digitales, los responsables del film nos regalan un anuncio chispeante, un desmadre casi continuo que tan pronto nos puede recordar a las salvajadas de la película de South Park –el Todo es fabuloso que se entona aquí tiene prácticamente la misma pegada que aquel ya lejano Eres un cabrón hijoputa– como a la parte reflexiva de la genial Toy Story 3, gracias a un giro en la parte final que vale su peso en oro. Todo ello trufado de buenos gags, tanto a nivel de personajes –el Batman que se nos presenta aquí no tiene desperdicio– como de situaciones y diálogos.
Es loable que el mensaje principal de la película, el de usar la imaginación para ir más allá de los límites establecidos por un manual o libro de instrucciones –o un poder establecido, tanto da– se lo hayan aplicado sus propios creadores, que se han decidido a predicar con el ejemplo, echando el resto en cada plano y alejándose ya de paso de los caminos transitados por Pixar o Disney. El resultado final es una sátira autoconsciente y de un cierto metalingüismo que, pese a todo, deslumbrará sin problemas a los más pequeños de la casa y además proporcionará un buen montón de razones para que los espectadores tirando a talluditos se rían con ganas y aprecien los apectos mordaces, nostálgicos y entrañables que tan acertadamente se combinan y encuentran su lugar en un momento u otro de esta cinta.