Las cintas de corte romántico parecen estar virando en los últimos tiempos hacia unos derroteros chocantes, basados en incluir elementos de corte fantástico en sus argumentos, para –imaginamos– tratar de revitalizar un género que, a fuerza de tener un armazón tan transparente y predecible en la mayoría de los casos, pocas sopresas agradable suele deparar. Títulos como Un amor entre dos mundos (Juan Diego Solanas, 2012) o Una cuestión de tiempo (Richard Curtis, 2013) se ven ahora acompañados en este empeño por Cuento de invierno, debut en la dirección del renombrado guionista –llegó a ganar un Oscar– Akiva Goldsman.
Repasando la carrera de Goldsman nos damos cuenta de que el supuesto prestigio con que nos lo quieren promocionar no es tal: a productos apenas resultones como Una mente maravillosa –por la que se hizo merecedor de la mentada estatuilla– o Cinderella man hay que contraponer otros menos agraciados (Yo, robot, Soy leyenda) o directamente deleznables (Batman forever, Batman y Robin, Perdidos en el espacio, El código Da Vinci, Ángeles y demonios), así que no es que sus libretos prometan altas cotas de creatividad precisamente.
Pese a que en Un cuento de invierno su labor como realizador no destaque especialmente por lo negativo –fotografía y música cumplen su labor sin problemas, por ejemplo–, lo cierto es que causa una profunda pena ver cómo Goldsman ha podido desperdiciar un buen reparto (cameo inesperado incluido) y un punto de partida curioso, sumergiéndose sin rubor en una farragosa narración que intenta sin éxito mezclar varios géneros y donde, eso sí, nos queda muy claro quiénes son los buenos y quiénes los malos.
Resulta insólito que un guionista tan curtido desaproveche las oportunidades que le brindaba la idea –presente en la novela de Mark Helprin en que se basa– de un joven enamorado incapaz de morir hasta que consiga resolver sus asuntos amorosos inacabados. Pero la cinta va llenándose de agujeros a base de decisiones irracionales, diálogos pomposos, personajes que no funcionan, repelentes lugares comunes –toneladas de azúcar incluidas– y un enrevesamiento innecesario. Y es que se sabe que algo ha salido mal cuando las risas involuntarias surgen en la sala de proyección en las escenas que no toca. Así pues, finalmente nos queda un fallido y ridículo pastiche, solo apto para parejas en las primeras fases del enamoramiento.