Acumulación esquizofrénica de caminos para un desenlace en que todos sus protagonistas cambian de bando a cada cinco minutos.
Una acumulación confusa de saltos, disparos de cañón, cambios de bando y delirios injertados: ese es todo el recuerdo que puede dejar en la memoria la tercera parte de Piratas del Caribe. Los posibles defectos de El cofre del hombre muerto como relato supeditado al espectáculo se exaltan en una última (esperemos) continuación que demuestra que si las segundas partes nunca fueron buenas, las terceras suelen ser especialmente innecesarias, cuestiones económicas aparte.
En el fin del mundo viene con el problema añadido de obligar a recordar qué trama se coció en la aventura anterior entre tanto funambulista cruzando aceleradamente los mares y que hace más engorrosa la exposición a dos horas y media de un desenlace divagante, con ganas de finiquitar la paraeta con una buena liquidación para la caja. El omnímodo productor Jerry Bruckheimer debía sentirse obligado a una larga duración para alargar un show cuya única virtud es no hacer notar del todo el peso de su excesivo metraje por un ritmo espídico y al mismo tiempo errático.
Con un carisma bajo mínimos sus guionistas Elliott y Rossio se dedican a explotar únicamente los filones creados y atropellan y ahogan a los personajes, meros vehículos de los intentos sorpresivos constantes y agotadores de la trama, que es una reducción del misterio y respeto pirata a un humor efectivo y simple, dejando todo en manos de la acumulación esquizofrénica de caminos para un desenlace en que todos sus protagonistas cambian de bando a cada cinco minutos sin que llegue a ser necesario atender a motivos concretos.
Ni en el diseño de producción ni en la atmósfera llega a sugerir algunas de las emociones que sí logró en sus predecesoras, parte de un encanto que se alimentaba de conocidas obras piratas y que junto a la extravagancia de Johnny Depp (que dentro de la idefinición de esta tercera parte, parece ser imitada en el tramo inicial por Keira Knightley) eran sus mejores bazas. Aquí queda una hipertrofia estomagante en que ni los intentos creativos de reflejar la locura de Sparrow en clonaciones vistosas ni la banda sonora tratando de administrar épica a cada recurrencia pueden dejar algo en lo que pensar sobre su irrelevancia.
Tampoco es que haya que engañarse: como buena visita al circo sólo la distracción y el lugar para consumir dulces son las demandas exigidas por su público. Quien quiera buen cine y le resultara sugestiva la filosofía pirata sabía a lo que venía: una segunda parte es generalmente el obligado aprovechamiento del filón económico. Una tercera que siga esa línea, la total pérdida del decoro y la reducción creativa a su mínima expresión en favor del alegre sonido de la caja registradora.