Steven Soderbergh concluyó la segunda parte de las aventuras de la banda de Ocean con una idea clara: “nunca más”. Al parecer, la experiencia de dirigir al númeroso séquito de estrellas de primera fila en un malabarismo de organización de agendas había hecho mella en él. Sólo al parecer. Si aquella afirmación venía como carta de presentación de Ocean’s Twelve, ahora que nos llega la tercera Soderbergh confiesa que nada más concluyó la anterior comenzó a maquinar ideas para su continuación. Que Las Vegas le parecía un buen sitio. Que todos estaban encantados de volver a trabajar juntos. Que la película sólo se haría si todos repetían (a la vista pues la importancia que dan a Julia Roberts y Catherine Zeta Jones, ausentes en esta ocasión).
Con un entorno de estrenos que demuestra a la perfección el agotamiento recalcitrante que acompaña a las terceras partes (Spiderman 3 tocando fondo, Piratas del Caribe particularmente estresantes) sería fácil pronosticar donde van a acabar los trece de Ocean a la vista del rizado de rizo y saturación que apuntaban en su segunda parte. Cuando la filosofía de una película es la de subir el listón, hacerlo por tres veces no da para buenos augurios.
No obstante, Steven Soderbergh no es Sam Raimi y su unión a esta saga es muy diferente a la que Raimi ha demostrado tener con Spiderman, con cuestiones meramente mercantilistas manteniéndole rehén desde principios de la década y evidenciando que desde que David Koepp puso su guión no ha habido nadie por allí que supiera de qué iba el tema. En esta saga, por el contrario, a las habilidades técnicas y estilísticas de su realizador (profundizada en un look fashion-retro muy bien llevado) se une un productor que ha sido capaz de percibir las necesidades de cambio en el guión y que ha optado por Brian Koppelman y David Levien –autores del drama sobre póker Rounders– como vía para insuflar algo de vida a una caper movie con un esquema aparentemente cerrado.
Iniciando su argumento por un motivo diferente al del reto puramente lucrativo, la búsqueda de un acto de justicia para uno de los miembros de la banda estafado vilmente por el magnate interpretado por un Al Pacino reconvertido en metrosexual del botox, puede que muchos de los rasgos característicos se hayan mantenido, que la filosofía de aumentar sucesivamente el listón de emociones final y acompañarlo de sucesivas complicaciones esté ahí, pero los matices de su historia y forma de llevarla a cabo permiten esquivar el cansancio que se intuía iba a caracterizarla. Soderbergh cumple más allá de la estética en la creación del ritmo aún cuando el argumento obligue a crear más y más dificultades. La pasarela de actores ponen su punto exhibiéndose para gusto de la platea en una función meramente ornamental. Y el guión alambicado y obligado a superarse exige de un acto de fe para no atacar su inverosimilitud. Pero con todo como espectáculo cumple con unos mínimos de dignidad que para sí quisieran muchas re-continuaciones como las antes nombradas. Las más de dos horas de metraje se aguantan y quizá en el futuro no será fácil recordar que el objetivo de Ocean’s Thirteen respecto a sus precursoras era vengar al estafador estafado y redescubrir la filantropía de sus protagonistas, pero al menos sí podrá recordarse como una tercera planteada con verdaderos ánimos de funcionar como show autónomo.