Lo primero que llama la atención de esta nueva comedia francesa, es la presencia de la carismática Audrey Tautou, eterna Amelie en nuestras mentes, a la que aún muchos no han perdonado su participación en El codigo Da Vinci. Pues bien, ahora Audrey viene a reconciliarse con su público, de la mano del director Pierre Salvadori, haciendo lo que mejor sabe hacer, comedia francesa. Nos encontramos lejos de la época de Venus, salón de belleza o de Largo domingo de noviazgo. Lejos también de repetir un registro en el que corre riesgo de encasillarse, la Tautou se quita el disfraz de niña buena y saca las garras, enfundada en escotadísimos vestidos de Chanel. Interpreta así a una cazafortunas, una devorahombres de hall de hotel de lujo.
Pese a este cambio, el resto de la película navega por aguas mil veces recorridas. El omnipresente malentendido conlleva al consabido rollete con camarero que traerá consecuencias por todos conocidos. Ha de decirse que aunque Un engaño de lujo podría clasificarse como comedia, no provoca carcajadas, pero quizá no sea ese su objetivo, sino el dejar al espectador con una sonrisa durante todo el metraje, cosa que consigue.
Es sabido que Hollywood es una fabrica de sueños estandarizados, pero es desolador ver como las grandes producciones europeas, cada vez más, intentan imitar el modelo americano, en lugar de luchar por tener una personalidad propia. Este es el perfecto ejemplo de ello. Una comedia efectista, diseñada para hacer dinero. Dirigida más por un empresario que por un director, que sigue paso por paso el esquema “made in USA”. Pero con todo el producto ha salido correcto. A fuerza de pisar sobre terreno seguro, la película acaba funcionando, gracias al carisma de sus dos protagonistas.
Con la continua ostentación de dinero y lujo hecha tema principal de la trama, esta se desenvuelve sin problemas entre el constante desfile de modelitos de la protagonista. Es como si hubieran cogido la archifamosa escena de “Pretty woman va de compras”, y la prolongaran hasta la extenuación, en un ejercicio estilístico vulgar que resta protagonismo a la historia principal. Tanto, que todos sabemos como va a acabar. Pero se le tiene que reconocer un cierto “savoir fare”, un retrogusto clásico que le imprime sofisticación y sutileza. Estas características, unidas a un buen sentido del ritmo la elevan por encima de la mayoría de comedias románticas que llegan a nuestras salas. Aunque eso no sea mucho decir.