Un arca forjada con la satisfacción propia le sirve de resguardo ante el diluvio de mezquindad de una turba que se entrega a cosas como Ocho apellidos vascos.
Los aficionados al cómic se quedarán para siempre con la duda de cómo habría sido una versión de Lobezno bajo la dirección de Darren Aronofksy. La cuestión, no obstante, podría alcanzar un grado de mitificación innecesaria: cuando se produjo la deserción del realizador éste se encontraba en un momento dorado, con público y crítica entregado a su cine tras El Cisne Negro, un cine que imponía frente al hermetismo de las superproducciones unos rasgos definidos de autor, suficiente argumento como para pensar que bajo su designio podíamos encontrarnos con una versión muy auténtica del spin-off de los X-Men.
Ahora bien, las cosas pueden verse con otra perspectiva en la actualidad. Tenemos por un lado a los resultados positivos en taquilla de la continuación de Lobezno, la tibieza con la que ha sido acogida la versión de Noé por otro. Con la adaptación bíblica, y tras muchas complicaciones, Aronofsky ha llevado a celuloide lo que antes trasladó a viñetas, dejando un margen para triunfar sustancialmente menor. No se trata de que su propuesta sea tan prosaica como algunos proponen, su recorrido es más limitado y a la hora de atender a los desvelos de Noé para cumplir con su misión apocalíptica, sencillamente su margen parece menor para epatar a la audiencia. Mantiene personalidad, subraya aquello que le interesa y deja que el ritmo sea el que le pide su propio instinto, no la impaciencia del respetable.
Su falta de un mayor efectismo (hay que recordar que nos encontramos en tiempos en que el público parece limitado a episodios televisivos de 40 minutos con cierres de vértigo) no debería condenar a una cinta que vuelve a demostrar el interés consustancial a Aronofsky por los personajes que hacen de su vida una causa. Un paralelismo evidente con su trayectoria como director, que solo para la producción de esta película ha tenido que enfrentarse a todo tipo de intromisiones, zancadillas o directamente traiciones: metrajes alternativos, anuncios con trampa para apelar al público religioso, descalificativos a propósito del supuesto carácter ‘despectivo’ del director con la productora son solo parte de la ‘misión’ tal y como se materializó tras la cámara.
Ya delante del objetivo hay paralelismos claros con los protagonistas de cintas anteriores: si en El Luchador teníamos al bueno de Randy consagrado a un espectáculo circense de otro tiempo, a una farsa a la que se entregaba con la escrupulosa minuciosidad de quienes han fiado su modo de vida a una opción que mejor o peor pero es la única que conocen, en El Cisne Negro su protagonista sacrificaba su salud física y mental para el perfeccionamiento de una danza en lo que no era sino otra variante de coreografía, motivo último por el que Aronofksy proponía un visionado en sesión de doble de ambas cintas (a pesar de lo aparentemente opuesto de sus temáticas). En Noé el sacrificio se reitera y sublima en nombre de la fe: nuevamente tenemos a un protagonista atormentado por una misión en que sus convicciones pasarán por encima de cualesquiera consideraciones humanas, atropellando a cuanto sea necesario por el único fin de cumplir con una visión que roza –o mejor abraza– el fundamentalismo. Da sentido a su obstinación la evidencia de los milagros que guían al personaje, mientras que lo críptico y caprichoso de los mensajes recibidos por un Dios desesperante resultan claves a la hora de forjar un carácter que muestra el auténtico interés de su protagonista por permanecer firme aún cuando deban enfrentarse sus principales valores.
Cualesquiera consideraciones sobre las posibilidades metafóricas son las propias que caben hacer a un relato religioso; en la adaptación es fácil que el público se vaya apagando y desconecte para acabar adormilado en la butaca, cuando no reordenando su agenda semanal. En ese sentido no parece que a Aranosfky vayan a interesarle mucho más las consideraciones ajenas sobre su cine y es fácil que solo el azar haga coincidir en el futuro su forma de enfocar sus nuevos proyectos con los gustos del espectador. Porque tanto da si el resto entienden la causa de quien ha visto la luz; por eso mismo sus propuestas siguen teniendo más personalidad que casi cualquier otra cinta que uno pueda encontrarse en la cartelera, y si esa etiqueta confunde a la audiencia sobre con qué va a encontrarse, es un problema que le resultará tan indiferente como cualesquiera de las opiniones recibidas del entorno de producción durante la gestación de la cinta. Un arca forjada con la satisfacción propia le sirve de resguardo ante el diluvio de mezquindad de una turba que se entrega a cosas como Ocho apellidos vascos, que bien merece que solo un puñado sobrevivan a la autenticidad frente a la vulgaridad efímera.